La oposición política en Bolivia se resiste a la evidencia que todas las elecciones generales han arrojado tozudamente: ratificar de manera clara el apoyo a la hoja de ruta marcada por el liderazgo de Evo Morales desde 2005. Hace apenas un año, en la última cita electoral, el MAS le sacó 37 % al segundo mejor posicionado – Samuel Doria Medina, que no alcanzó al 25 % de los votos. Solo con este dato uno entiende bien porque los actores políticos que son oposición al MAS se niegan en rotundo a que Evo, previa modificación constitucional llevada a referéndum, se pueda presentar una vez más a las elecciones programadas para 2019. En las elecciones de 2014, por recordar algunos otros datos, el MAS obtuvo más del 50 % de los votos en el 90 % de municipios del país; y solamente en 12 municipios, de los 339 que hay en Bolivia, obtuvo menos del 40 %.
Está en marcha el proceso de reforma de la Constitución para habilitar la postulación del presidente Morales a las próximas elecciones. El proyecto de ley no habla de reelección indefinida, sino de permitir dos reelecciones consecutivas, en este sentido, en caso de que la gente decida apoyar la reforma en referéndum, Evo podría postularse por última vez el 2019. No está siendo sencillo el cumplimiento del procedimiento legal de reforma establecido en nuestras normas por el continuo boicot de la oposición que parece no querer que sea la gente la que decida si corre o no una postulación más. Sin embargo, los recursos presentados al Tribunal Constitucional o los obstáculos jurídicos que han interpuesto en la Asamblea no han llegado a buen puerto.
La reacción en Bolivia siempre ha encontrado un nuevo elemento definidor de la democracia cada vez que ha percibido que el bloque popular avanza posiciones. Primero, durante el ciclo rebelde de 2000- 2005, la exigencia era que había que respetar lo formal y las instituciones, presentarse a unas elecciones y dejar de protestar y bloquear los caminos contras las políticas neoliberales. Cuando el pueblo organizado en torno al MAS ganó las elecciones de 2005 por más del 54%, la derecha buscó rápido un nuevo argumento. Durante la Constituyente levantaron la bandera de que 2/3 era democracia: el resto era imposición. El MAS obtuvo en 2009 y 2014 dos tercios de representantes en la Asamblea Legislativa. Ahora, en la enésima pirueta, lo que define una democracia no es ya lo que la gente diga en unas elecciones o que un proyecto obtenga 2/3 de apoyo sino la alternancia. Parecería que les gustaría que ésta alternancia se diera por decreto antes de ganarse en las urnas.
Más allá del manual de ciencia política, de la defensa formal de la alternancia, lo preocupante es que no existe una alternativa política – otro proyecto de país mejor que el del MAS- que rellene esa demanda vacua de la alternancia. La oposición se mueve con ciertos lugares comunes que, aterrizando en lo políticamente existente, muestran no solo su debilidad sino un preocupante grado de irresponsabilidad política. Argumentan, por ejemplo, que por alguna extraña ley – similar a la de la gravedad, según su razonamiento- los gobiernos largos serían necesariamente un nido de corrupción. La realidad es bien distinta. Sin negar que aun la corrupción sigue siendo un problema es comparativamente menor a lo que acontecía durante los gobiernos del neoliberalismo – donde forjaron su liderazgo Samuel Doria Medina y Tuto Quiroga. No existía gobierno entonces, y eran formalmente, y por voluntad popular, cortos, que no haya estado lleno de casos de corrupción que involucraban a destacados políticos de esa época y que, salvo contadísimas excepciones y siempre años después del hecho, quedaron impunes. De hecho, hoy nadie duda que la “democracia pactada” – asi se conocía la suerte de turnismo político de esos años- tuvo en la corrupción galopante una de las primeras razones de la erosión de la confianza ciudadana. Bolivia ocupaba entonces un solo podio mundial : se disputaba , durante los años que los partidos a los que pertenecían Doria Medina y Tuto se alternaban el poder, el primer o el segundo lugar mundial como país más corrupto.
Por todo esto es que la campaña que se viene no será tranquila. Una oposición carente de proyecto, de mejores respuestas para los problemas que hay en el país o de buenos líderes que consigan encarnar las aspiraciones de las mayorías sociales, parece dispuesta a desatar una fuerte guerra sucia que, sin reconocer los avances que la gran mayoría de los bolivianos valora cada vez que va a las urnas, nos devuelva a escenarios de polarización que, con mucho esfuerzo, habíamos dejado atrás.