En un escenario en el que el “presidencialismo de coalición” brasileño comienza a desmembrarse como posibilidad de gobernabilidad, con la salida del principal socio que ha tenido durante todos estos años el Partido dos Trabalhadores (PT), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) – cuya desafección podría ser acompañada por otros partidos menores, como el PP, PSD y PR – la ecuación de las votaciones próximas en diputados respecto del impeachment a Dilma Rousseff es una incógnita. El desenlace del gobierno de Dilma Rousseff pareciera estar determinado por lo que ocurra con dos circunstancias: de un lado, con lo que se genere a partir de la revitalización articuladora de recursos políticos que supone el reingreso de Lula al gabinete. Del otro, las oposiciones también entran en un tiempo de definición: deben desarticular el rumbo de las investigaciones del “caso Lava-Jato”, puesto que cada vez son más sus nombres los que allí se involucran, para lo cual se ven obligados a acelerar los tiempos del juicio político a Dilma, aún con el costo de dejar la democracia brasileña en un impasse.
El impeachment a Dilma Rousseff
En un contexto tan inestable, cada vez son más los factores de poder que – junto con las oposiciones políticas- presionan por una salida de Dilma Rousseff del gobierno. En los artículos 85 y 86 de la Constitución Nacional brasileña se determina que el Presidente sólo puede ser separado de su cargo si se verifica un “crimen de responsabilidad”. Al respecto, sólo puede ser considerado “crimen de responsabilidad” aquello que está previsto en la Ley Nº 1079/50 (Ley del Impeachment), ley que reglamenta, precisamente, contenido y forma del proceso de separación del cargo. Al tratarse de materia penal, sólo puede admitirse como “crimen de responsabilidad” aquello que la Ley literalmente especifica y, por lo tanto, no hay ni “crimen por analogía” ni cualquier otra interpretación (para que sea crimen de responsabilidad) que la que supone la Constitución y la Ley, cuestión que los sectores opositores han querido deliberadamente confundir – con la inestimable ayuda de los medios de comunicación – buscando otros cargos y figuras de actuación.
El actual expediente de impeachment a Dilma Rousseff – que se encuentra tramitando en la comisión especial de la Cámara de Diputados – funda su presentación en que el “crimen de responsabilidad” cometido por la Presidenta tiene que ver con manejos fiscales impropios: se acusa a la Presidenta el haber realizado operaciones de crédito entre el Tesoro Nacional y algunos Bancos Públicos, acción que efectivamente está contemplada como crimen en la propia Ley del Impeachment (art. 10, n.9) cuando se trata de entes federados. Sin embargo, ni los bancos públicos son entes federados ni las operaciones fiscales realizadas constituyen movimientos de créditos intraestatal, como lo ha admitido el propio Tribunal de Cuentas Federal (TCU) – además de un sinfín de juristas especializados en el asunto. Por lo tanto, el único pedido que ha seguido tratamiento parlamentario a partir de la decisión de aceptarlo por parte del presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, no debería tener, en un ámbito colegiado y plural de 65 miembros, ningún problema en ser archivado por falta de fundamentos; sin embargo, hace rato que gran parte de los parlamentarios brasileños no se guía ni por el interés público ni se aferran a los argumentos normativos constituidos a la hora de decidir sus actos.
Las investigaciones del caso Lava-Jato
En sus dos años de pesquisas, las investigaciones del “caso Lava-Jato” – o el escándalo de Petrobrás- han dictaminado 1.114 procedimientos judiciales, 482 búsquedas de personas físicas y 117 personas han sido coercitivamente llevadas a declarar. En sus 26 fases se dictaron 133 mandatos de prisión contra políticos, ex–operadores de la petrolera, empresarios y agentes públicos; se establecieron 49 “colaboraciones premiadas” con la justicia y 60 personas han sido condenadas. Números extraordinariamente elevados de “resultados” – sobre todo considerando el tiempo transcurrido- cuyo motor no sólo ha sido el propio Juez Sergio Moro, sino el constante seguimiento “activo” que han hecho los medios de comunicación, en sus variadas modalidades de formato y soporte; en paralelo a las investigaciones ordinarias, los medios de comunicación han sido un factor clave en el caso Lava-Jato, con permanentes pasajes hacia acciones abiertamente ilegales – como la difusión de las escuchas a la propia Presidenta.
Desde su comienzo en el 2014, tanto los “resultados” judiciales como la propia actuación del Juez fueron acompañados con exclamación, admiración y apoyo por la mayoría de los sectores opositores – políticos, partidarios o extrapartidarios; incluso la última movilización opositora del 13 de marzo de este año lo ubicó a S. Moro en un lugar destacado, prácticamente en soledad respecto de otras figuras públicas del país. Sin embargo, desde hace unas semanas, una parte substantiva de las conexiones promiscuas entre empresarios, políticos y agentes públicos descubiertas durante la investigación han puesto en observación a buena parte de esos mismos políticos opositores. Exhibidos los expedientes sobre un vértigo centrífugo de informaciones, progresivamente empiezan a verse indicados aquellos mismos que se sirvieron del caso Lava-Jato para posicionarse políticamente y ganar reconocimiento.
Situación cambiante que, también, explica que algunos medios como Folha de Sao Paulo comiencen hace unas semanas a plantear – si bien por el momento, a cuentagotas -críticas al propio S. Moro. Una nueva fase de la crisis política en la que, ahora, aparecen con mayor fuerza aquellos interesados en modificar las condiciones y equilibrios de poder antes de que se les vuelva el escenario completamente en contra en términos personales. De allí las presiones por un nuevo pacto de intereses, otro gobierno: acelerar el impeachment para terminar con las investigaciones. La democracia en el medio.