El pasado 15 de noviembre se firmaba el denominado “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución”, tras más de un mes de intensísimas movilizaciones y en medio de una de las crisis políticas de mayor voltaje de los últimos años en Chile. Este Acuerdo habilitará la celebración de un referéndum en el mes de abril del próximo año, en el que el pueblo chileno deberá pronunciarse sobre dos preguntas clave: la primera, si está o no de acuerdo en aprobar una nueva constitución y, la segunda, relativa al tipo de órgano encargado de redactar, en su caso, la nueva carta magna: una convención mixta (mitad de representantes electos y la otra mitad designados de entre actuales parlamentarios y parlamentarias) o una convención constitucional donde todos los miembros serían electos para ese efecto, celebrándose estas elecciones en el mes de octubre del 2020, coincidiendo con los comicios regionales y municipales.
Múltiples son los colectivos y agrupaciones que venían reclamando desde hace tiempo la apertura de un proceso constituyente en el país, siendo abrumadora la mayoría de la población que, en diferentes sondeos, se muestra favorable a aprobar una nueva constitución[1]. Y es que la actual Constitución Política de la República de Chile fue aprobada el 8 de agosto de 1980 en plena dictadura militar, y aunque el texto ha sido sometido a múltiples modificaciones desde entonces, a través de las cuales se ha intentando efectuar una suerte de cirugía sobre el texto originario -tratando de camuflar su origen autoritario y antidemocrático- no es difícil encontrar rastros que, de algún modo u otro, pueden sorprender en el texto que hoy está en vigor.
Por poner algunos ejemplos, y sin ánimo de ser exhaustivos: la familia aparece como núcleo fundamental de la sociedad en el mismísimo artículo 1 de la Constitución, cuando estamos viviendo una auténtica movilización a escala mundial que reivindica la igualdad de géneros y opciones sexuales; en plena era digital y de la exigencia de transparencia a los poderes públicos, el artículo 8 permite un gran margen de ambigüedad para impedir el acceso de la ciudadanía a la información pública; o, por ejemplo, como el artículo 19 que recoge la pena de muerte, prohíbe el derecho de huelga al personal funcionario o establece que la celebración de manifestaciones se regirán por las disposiciones generales de la Policía. Sin olvidarnos de las llamadas leyes de amarre, materias reguladas con mayorías cualificadas de 3/5 ó 2/3 y que impidieron en estos años realizar cambios en aspectos sustantivos en ámbitos como la educación, la salud y las pensiones.
Pero, más allá del contenido concreto que recoge ahora el texto constitucional chileno, la cuestión clave es otra: el análisis debe centrarse en el derecho del pueblo chileno a desarrollar, a ser protagonista, de un proceso constituyente, un proceso radicalmente democrático en el que poder conformar las reglas básicas de la organización de lo común, de sus reglas de juego.
Desde principios de los años ’90 en la región latinoamericana hemos asistido a la aparición del llamado «nuevo constitucionalismo latinoamericano», un movimiento que comenzó con el proceso constituyente de Colombia (1990-1991), y maduró con la celebración del proceso constituyente ecuatoriano de 1998, pero que sólo se perfeccionó cuando se aprobaron las primeras constituciones mediante “referéndum de ratificación popular que resulta ser el aspecto nuclear de la legitimación de la constitución”. Estamos hablando de las constituciones venezolana (1999), ecuatoriana (2008) y boliviana (2009)[2].
¿Qué tiene de particular este movimiento? La principal característica es “la legitimidad democrática de la constitución recuperando el origen radical-democrático del constitucionalismo jacobino, dotándolo de mecanismos actuales que pueden hacerlo más útil en la identidad entre voluntad popular y constitución”[3], es decir, a partir de la década de los ’90, en varios países latinoamericanos surge la consciencia colectiva de la “brecha” que existía entre la carta magna y sus realidades, sus vidas, sus pueblos, y se decide abordar desde la radicalidad democrática la construcción (porque tiene mucho de armar, montar, consensuar) de un texto en el que queden reflejadas las diferentes identidades, etnias, sensibilidades o cosmovisiones.
Son textos extensos, complejos, porque desde ellos se pretende garantizar la primacía del poder constituyente sobre el constituido, en los que se incorpora un extenso catálogo de derechos a los que se pretende dar la misma cobertura, huyendo de las lógicas iniciadas por el constitucionalismo de postguerra[4], fruto del cual se incorporaron a las cartas magnas derechos sociales y económicos pero que quedaron relegados a pasajeros de de segunda frente a las garantías que disfrutaban los derechos civiles y políticos.
Son textos ambiciosos, que huyen de ser concebidos únicamente como límites a los poderes públicos; pretenden ordenar la acción de las personas, colectivos o entidades particulares de los países donde se aprueban, y que incorporan múltiples mecanismos de participación o de democracia directa, de intervención en las decisiones sobre los recursos naturales, así como garantizan la presencia de pueblos originarios en los diferentes poderes del Estado a la vez que reconocen a la “naturaleza” como titular de derechos y permite al Estado capacidades de intervención en el ámbito económico.
El “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución” parece abrir, por fin, la posibilidad de un proceso constituyente en Chile. Ese proceso, hasta la fecha, ha sido usurpado al pueblo chileno, máxime cuando la Constitución actual, que nace en plena dictadura, sigue estando en vigor; un texto trasnochado, de parte, con sus múltiples modificaciones (más de veinte modificaciones de diversa intensidad) que no hacen sino revelar el desfase tan intenso que sufre, y la evidente “brecha” entre la realidad actual y la preconfigurada en el texto constitucional.
Ahora bien, debemos poner encima de la mesa una suerte de consideraciones no menores, una vez aprobado el mencionado Acuerdo.
Activar un proceso constituyente debería implicar, como hemos expuesto anteriormente, activar un proceso radicalmente democrático en el que el poder constituyente se manifieste en toda su virtualidad[5], un proceso fundacional y soberano que debería superar las estructuras partidarias o de representación política clásica, dando entrada a la participación de sectores, colectivos y realidades diversas.
El “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución” es fruto del actual poder constituido, que aparece además en la esfera política envuelto en una fuerte crisis de legitimación. Por tanto, una vez expresada la voluntad del pueblo chileno y conformado -en su caso- el nuevo sujeto constituyente, éste no puede aparecer constreñido por poder constituido alguno. Deberá ser la máxima expresión de su naturaleza, conformando ex novo el acuerdo de voluntades de que se dote el país.
Así, es ilusorio tratar de establecer juegos de mayorías de dos tercios para elaboración de las normas y el reglamento de votación de la asamblea constituyente (como recoge el apartado 6. del Acuerdo), a través de los cuales el actual poder constituido trata de imponerse al futuro poder constituyente, en un intento, por parte del establishment actual, de evitar perder el control del proceso que se abrirá.
Del mismo modo, la comisión técnica que se crea en el apartado 10 del mencionado Acuerdo, para la materialización del proceso, no puede convertirse en la mano alargada de un pasado que pretenda monitorear el futuro cambio; debe limitar su actuación a los aspectos puramente formales y contar con la más alta participación de sectores en liza.
El éxito del proceso que se abre dependerá, en gran medida, de la capacidad de incorporar a todas y todos, de provocar un auténtico desbordamiento popular, unas ganas de apropiarse, de hacer suyo el “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución” en cuestiones postergadas, como sus recursos naturales y qué régimen de protección desean para ellos; sobre la desigualdad y cómo atajarla; sobre los derechos y sus garantías. También que les permita actualizar la normativa a las realidades del siglo XXI con una mirada acorde a las reivindicaciones feministas e igualitarias; que les permita hacer balance sobre su estructura territorial y las deficiencias de recursos de las regiones; que les permita incorporar a los colectivos excluidos, a los pueblos originarios en la realidad institucional y, en definitiva, que les permita armar un Estado en el que se reconozcan, en el que mirarse y verse, en el que crean y en el que puedan confiar, un Estado que sea fruto de la radicalidad democrática.
[1] Más de un 80% se muestra a favor, según encuestas de CADEM o ACTIVA: https://plazapublica.cl/wp-content/uploads/2019/11/Track-PP-305-Noviembre-S2-VF-comprimido.pdfhttps://www.activaresearch.cl/es/news/estudio-especial-pulso-ciudadano-proceso-constituyente
[2] Todo ello siguiendo las tesis de Martínez, R. y Viciano, R., “Aspectos generales del nuevo constitucionalismo latinoamericano”.
[3] Martínez, R. y Viciano, R., “Aspectos generales del nuevo constitucionalismo latinoamericano”.
[4] Nos referimos a los textos constitucionales que surgieron tras la II Guerra Mundial.
[5] Estaríamos ante una “necesidad de legitimar la voluntad social de cambio mediante un intachable proceso constituyente de hechura democrática” Martínez, R. y Viciano, R.