Desde la separación de la Gran Colombia, Venezuela y Colombia han mantenido, como casi todos los países que comparten fronteras, una relación no exenta de tensiones. En una primera parte de esta historia las tensiones estuvieron motivadas en lo fundamental por problemas limítrofes y de demarcación. Pero más recientemente, por el desplazamiento de millones de … Seguir leyendo

Desde la separación de la Gran Colombia, Venezuela y Colombia han mantenido, como casi todos los países que comparten fronteras, una relación no exenta de tensiones. En una primera parte de esta historia las tensiones estuvieron motivadas en lo fundamental por problemas limítrofes y de demarcación. Pero más recientemente, por el desplazamiento de millones de colombianos y colombianas hacia Venezuela como consecuencia de la violencia y la exclusión social. En los últimos años se ha agregado un condimento no menor: la hostilidad de los presidentes y ex presidentes colombianos hacia los gobiernos bolivarianos, hostilidad acompañada de la colaboración activa o pasiva en acciones y con agentes con claras intensiones desestabilizadoras y hasta golpistas.  

Aunque no son temas resueltos aún, los limítrofes han sido mantenidos dentro del marco de la normalidad. El último incidente importante data de mediados de los años 80 del siglo XX, cuando una fragata misilística colombiana se adentró en aguas territoriales venezolanas lo cual estuvo a punto de derivar en un conflicto bélico. Pero en cuanto al segundo tema, la verdad del caso es que más o menos desde aquellas mismas fechas el éxodo de colombianas y colombianos hacia Venezuela se ha venido incrementando año tras año, y en especial en los últimos, así como también las acciones hostiles de las autoridades colombianas.

 Con respecto a lo primero, buen parte de la población colombiana, en especial la más pobre y la rural, y dentro de esta última, la indígena y afrodescendiente, viene siendo víctima de una sistemática violencia política y económica por parte del propio gobierno colombiano, las oligarquías que lo dirigen y de una estructura para-estatal que se ha consolidado sobre los vínculos de dichas autoridades con factores delincuenciales ligados al narcotráfico y al paramilitarismo. La instalación de un modelo de desarrollo excluyente que tiene como uno de sus pilares la tenencia oligopólica de la tierra, es de hecho la causa de una guerra civil que ya tiene más de medio siglo. Según un estudio publicado en 2012 por propias autoridades colombianas, entre 1958 y 2012, al menos 220.000 personas fueron asesinadas directamente en esta guerra, 25.000 se encuentran desaparecidas y 4.744.046 fueron desplazadas a las zonas urbanas o fuera de sus fronteras. La situación se hizo más grave cuando al latifundio se le sumó la utilización de la tierra para cultivos ilícitos o bien como propiedad de transnacionales, lo que motivó el surgimiento y disputa de múltiples grupos armados por el control de las mismas, siendo este el origen del terrible fenómeno paramilitar de las últimas décadas. Según ACNUR, en 2013, el único país del mundo que superaba a Colombia en número de refugiados y desplazados era Siria, envuelta como sabemos en una criminal guerra invasiva protagonizada por mercenarios y terroristas pero apoyada abiertamente por países vecinos como Israel, Turquía y Arabia Saudita, así como por la OTAN y los Estados Unidos. Siria tenía 6,5 millones de desplazados refugiados, Colombia: 5,3 millones. 

Según la Unidad de Víctimas de la Fiscalía Colombiana, en un informe publicado en 2014, la mayor parte de esta victimización (que ya para 2014 sumaban 7 millones de personas entre muertos, desaparecidos y desplazados), se produjo luego del año 2000, esto es, tras la llegada del Plan Colombia. Y es tras la llegada de dicho Plan promovido desde los Estados Unidos y que incluye la instalación de un gran número de bases militares, que la hostilidad de los gobiernos colombianos hacia los gobiernos venezolanos del presidente Chávez y el presidente Maduro se ha incrementado. Hostilidad que no se reduce solo a declaraciones destempladas, si no que incluye la protección de golpistas y terroristas (como Carmona Estanga, “presidente” de facto tras el golpe de estado de 2002), y hasta la acción ilegal de autoridades colombianas dentro del territorio nacional, como fue el secuestro y captura de Rodrigo Granda, “canciller” de las FARC en pleno centro de Caracas sin que mediara participación al gobierno nacional y sin que existiera alerta roja de Interpol.

Frente al desplazamiento de ciudadanos y ciudadanas colombianos hacia Venezuela, las autoridades nacionales han tenido una política de puertas abiertas, lo cual data inclusive de antes de la llegada a la presidencia del Comandante Hugo Chávez en 1998. De tal suerte, se estima que en nuestro país habitan más de cinco millones, la mayoría nacionalizados y que gozan exactamente de los mismos beneficios y acceso a servicios en condición de igualdad que cualquier venezolano o venezolana. Solo en el último año, unas 120 mil han sido regularizados. Para se tenga una idea de las cifras, el llamado “drama de la emigración africana a Europa”, ha supuesto que durante este año llegaran al continente europeo unos cien mil migrantes, los cuales no solo son 20 mil menos de los que han sido nacionalizados en Venezuela en el mismo lapso de tiempo, sino que se reparten por varios países y no se concentran en uno solo.

A estas cifras hay que sumarle un número aproximado de unas 50 mil personas que todos los días salen y entran por vía legal o ilegal a lo largo y ancho de la frontera, tanto para trabajar como para atenderse en los centros de salud, y en los últimos años, para adquirir productos. Todo lo cual nos pone inmediatamente en el contexto de la medida de cierre y estado de excepción aplicada por el gobierno del presidente Maduro en el estado Táchira, uno de los estados fronterizos y tal vez donde más dinámica es la circulación de bienes y personas.

Y es que como si el desplazamiento de personas y la expulsión de sus tierras y hogares no fuera un problema lo suficientemente grave en sí mismo, la situación de precariedad e inestabilidad generada ha sido aprovechada por sectores involucrados en dicho desplazamiento, para construir en torno al mismo una industria de la ilegalidad sumamente sofisticada que funciona a través de una red de contrabando que extrae del territorio venezolano diariamente toneladas de productos y millones de litros de combustible, lo cual del lado venezolano se termina traduciendo en un situación de escasez de dichos bienes (en especial de primera necesidad) y especulación de precios, así como largas colas por parte de los consumidores para poder comprar. Se estima a este respecto, que entre un 30 y 40 por ciento de los productos que deberían abastecer al mercado local terminan del lado colombiano gracias a las extensas redes de contrabando. Dos cifras adicionales revelan lo grave de esta situación: el Estado Táchira, que posee registrados unos 160 mil vehículos, consume diariamente más combustible que Caracas, que tiene más de un millón sin contar los que entran y salen (más o menos un millón más). Y siendo que tiene una población que ronda el millón 300 mil personas (el 4,5% del total nacional), consume el equivalente en alimentos que los estados más poblados del país (Carabobo: 8,3% de la población nacional; Miranda: 10,6%; y Zulia: 13,3).

Pero esta situación no solo se refleja en la inmediata escasez de productos o en las cosas que la gente debe hacer para adquirirlos cerca de la frontera. Y es que a todo lo largo y ancho del país venezolano se ha expandido esta red de contrabando de extracción, que goza de la complicidad y activa participación de comerciantes y productores venezolanos que entonces lo ven más rentable que la venta ordinaria dentro del territorio nacional. Y sumado a ello, la instalación en Cúcuta de un gran número de casas de cambio (cerca de tres mil) que utilizan su propio marcador cambiario, ha degenerado en un permanente ataque especulativo contra el bolívar (la moneda de curso en Venezuela) que tiene como objetivo inmediato hacer rentable el contrabando pero también desestabilizar a la economía venezolana y el país en general.

Y es que desde el año 2000, el mismo del inicio del Plan Colombia, el Banco Central de la República de Colombia mediante una resolución, autoriza a las casas de cambio colombianas a operar con un tipo de cambio distinto (fijadas por ellas mismas) al que dicho Banco Central reporta diariamente. A este respecto, hay que tomar en cuenta que Colombia es el único país donde la moneda venezolana puede circular, dado lo cual el tipo de cambio bolívar-peso colombiano es uno de los más importantes junto al dólar. En la actualidad, según el BCRC, el tipo de cambio es favorable al bolívar de uno a 200, es decir, un bolívar es equivalente en promedio a unos 200 pesos colombianos. Sin embargo, para las casas de cambio colombianas –y las de Cúcuta, que es la ciudad colombiana  que colinda con el Estado Táchira- el tipo de cambio en la actualidad ronda entre los cinco y tres pesos por cada bolívar. Este tipo de cambio –abiertamente especulativo y arbitrario, pero legal dadas las normas colombianas- se utiliza para financiar y abaratar el contrabando, ya que las mafias para adquirir los productos venezolanos necesitan bolívares, y es mucho más rentable comprar 1 bolívar a dos pesos que a 200.

La práctica del contrabando impulsa, como decía, la escasez de productos en especial los de primera necesidad y regulados, los cuales pasan en consecuencia a ser especulados por los comerciantes venezolanos para obtener ganancias extraordinarias. Y aquí es donde entra en acción dólar today, (marcador ilegal de los sectores especulativos que opera desde Miami para burlar el control cambiario) que entonces es tomado por los comerciantes como marcador referencial para tasar los precios de todos los bienes y servicios menguando aún más el poder de compra del bolívar y posicionando el dólar, que pasa a ser entonces la moneda “buena” abandonándose el bolívar “enfermo”. Esta estafa se suma a la que desde antes vienen operando los importadores por la vía de los precios de transferencia y la sobrefacturación. Resultado: el proceso hiperespeculativo actual que saquea las reservas y expolia el bolsillo de todos los trabajadores y trabajadoras.

Así las cosas, y ya para concluir, las medidas del gobierno venezolano, tanto el cierre de la frontera como el decreto de estado de excepción son perfectamente justificadas dado la situación excepcional que las mafias han impuesto en esta zona y hacia la cual han venido arrastrando poco a poco a todo el país. Cierto es que en cuanto tales no solucionaran estructuralmente el problema, pero además de regularizar la vida de la gente en el Estado Táchira y servir para desmantelar redes de contrabando y paramilitarismo, han creado las condiciones para dar soluciones definitivas, siendo la primera llamar la atención del gobierno colombiano sobre lo que allí ocurre y emplazarlo a buscar soluciones en el marco de la colaboración binacional. También han servido para develar un doble hecho muy grave: la dinámica –impulsada desde Colombia- de descargar la crisis social generada por el neoliberalismo y el paramilitarismo uribista desplazándola hacia Venezuela aprovechándose, entre otras cosas, de la política solidaria e integracionista que en especial desde los tiempos del presidente Chávez se ha mantenido de manera coherente y consecuente con un pueblo que es hermano. Y a su vez, la utilización de dicho desplazamiento como una vía de penetración y desestabilización de Venezuela y el proceso bolivariano, que cuenta con colaboración activa de este lado de la frontera y desde luego más allá de ambos países.