Las elecciones congresales extraordinarias del pasado 26 de enero dejaron atrás el Parlamento de mayoría fujimorista que llegó a protagonizar un crudo enfrentamiento con el Poder Ejecutivo comandado por el presidente Martín Vizcarra. “Que sea finalmente el pueblo quien defina a quién le da la razón: si a la mayoría parlamentaria que hoy disuelvo y se ha opuesto al Ejecutivo, o si le da la razón al Ejecutivo eligiendo una nueva mayoría”[1], había expresado el mandatario en su mensaje a la nación aquel 30 de septiembre de 2019 en que tomó la decisión constitucional de disolver el Congreso de la República.
Además del fin de la hegemonía del fujimorismo, la nueva correlación de fuerzas en el mapa político peruano quedó marcada por la enorme fragmentación y dispersión del voto, las sorpresas del Frente Popular Agrícola del Perú (FREPAP) y Unión por el Perú (UPP) y una reconfiguración del eje izquierda/derecha en el país. En un Parlamento que ya no tendrá mayorías políticas, el presidente Vizcarra salió fortalecido del resultado de los comicios como consecuencia del período de confrontación política que se inició en julio de 2018, tres meses después de que reemplazara a Pedro Pablo Kuczynski al frente del Ejecutivo.
Si bien la tensión entre ambos poderes del Estado inicia una etapa más apacible a partir de los resultados electorales del domingo 26, los problemas estructurales que arrastra la democracia en el Perú están lejos de resolverse solamente a partir de la realización de elecciones para la conformación de un nuevo Congreso cuya principal finalidad es completar el último año de mandato que atañe a sus representantes. En ese marco, este artículo se propone reflexionar sobre el ejercicio del poder en el sistema político peruano y, a tal fin, se inmiscuye en un breve recorrido histórico sobre las características de los procesos constituyentes desde el siglo XIX hasta la actualidad, que llevará finalmente a explorar diferentes ideas en torno a la actual crisis político-institucional y la necesaria emergencia de un nuevo orden que modifique la correlación de fuerzas imperante en este país.
La parlamentarización del presidencialismo en el Perú
El régimen político peruano contiene ciertas variaciones con respecto al modelo puro o ideal del presidencialismo, aunque mantiene rasgos definitorios de esta forma de gobierno marcando una diferencia con la tendencia dominante en América Latina. De acuerdo con Omar Cairo Roldán, “la Constitución peruana ha asumido un régimen semipresidencial, es decir una organización del ejercicio del poder político que contiene los elementos fundamentales del régimen presidencial, pero acompañados por algunos mecanismos ajenos al mismo, que pertenecen al régimen parlamentario”. Este diseño institucional trae aparejadas dos consecuencias: por un lado, la atribución al presidente de la República de las funciones de jefe de Estado y de jefe de Gobierno (según el artículo 110 de la Constitución Política, el presidente también “personifica a la Nación”); y, por el otro, algunos matices en la separación de poderes que el presidencialismo instaura como uno de sus fundamentos a partir de la capacidad del presidente de disolver el Congreso y la atribución legislativa de censurar a los ministros.
Domingo García Belaunde agrega que “el Perú puede calificarse, en cuanto a forma de Gobierno se refiere, como presidencial, aún cuando esté mitigado por diversas incrustaciones parlamentarias que no han llegado a desfigurar el modelo”. Precisamente, el jefe de Estado cuenta con iniciativa legislativa y, de acuerdo con el artículo 105 de la Constitución, puede otorgar tratamiento prioritario a los proyectos de ley enviados con “carácter de urgencia” y bajo la aprobación del Consejo de Ministros, por lo que esta atribución corresponde más bien al Poder Ejecutivo. Si bien la titularidad de la función legislativa en el ordenamiento constitucional peruano está en manos del Congreso, la Constitución reconoce que, excepcionalmente, el presidente tiene la posibilidad de expedir normas con rango de ley: los decretos legislativos y de urgencia. Dicha situación, lejos de ser ocasional, ha ocurrido 128 veces entre los años 1980 y 2009, produciéndose un total de 1093 decretos legislativos en dicho período[2].
La creación de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), presente desde 1856, dio lugar al denominado «proceso de parlamentarización del presidencialismo peruano», el cual culmina con la presente Constitución. Este rol institucional es designado por el presidente de la República pero tiene la necesidad de contar con la aprobación del Congreso transcurridos 30 días desde su toma de posesión. El “premier” también puede ser apartado de su cargo por el Legislativo si una moción de censura es presentada y ganada por sus proponentes o bien si una moción de confianza es perdida ante la Cámara. Si el mencionado mecanismo es rehusado en dos ocasiones se produce una “crisis total de gabinete” y el PCM dimite junto a todos los ministros. En relación a este tema, Ignacio García Marín señala que “la capacidad de incidencia en la actividad legislativa del Ejecutivo es significativa, así como la del Congreso de cuestionar la estabilidad del gabinete, incluyendo la figura presidencial. Por tanto, y resultado de todo ello, puede decirse que la separación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo en Perú es menos rígida que en el modelo presidencial ideal (…) Se dan, pues, una evidente hibridación y mezcla de competencias”[3].
La especificidad del régimen político peruano, en un contexto de baja institucionalización del sistema de partidos y recurrentes minorías oficialistas en el Congreso, ha potenciado al Legislativo en detrimento del Ejecutivo, tal como se puede observar a partir de la existencia tanto de un PCM como de la facultad del Congreso de confirmarlo y cesarlo de su cargo. Una revisión histórica de los distintos procesos constituyentes que atravesó el Perú permitirá comprender en mejor medida las variables de esta inestabilidad recurrente.
El devenir del constitucionalismo peruano
Perú proclamó su independencia de España en 1821 y contó a lo largo de su vida republicana con 12 textos constitucionales. Las Constituciones de 1823 y 1826 tuvieron una vigencia efímera: la primera “fue el fruto de la ilusión liberal” y creó un espectro de poder que fomentó la debilidad del Poder Ejecutivo (el Parlamento recibió plenos poderes), mientras que la segunda fue redactada por Simón Bolívar -quien consideraba que las nacientes repúblicas requerían de ejecutivos fuertes- y nombraba a un presidente vitalicio, pero esta Constitución duró apenas 10 días. El 11 de junio de 1827 se restauró la Constitución de 1823, que rigió hasta el 18 de marzo de 1828.
La Constitución de 1828 es considerada la “madre” de las constituciones en el Perú y, en ese sentido, Manuel V. Villarán plantea que “todas las posteriores dictadas en 1834, 1839, 1856, 1860, 1867 y 1920 (si bien el autor no lo plantea, también puede incluirse en esta tradición a la de 1933) son sus hijas legítimas, más o menos parecidas a la madre común. Son como sucesivas ediciones corregidas, aumentadas o reducidas de un libro original”[4]. El texto constitucional de 1828 sentó las bases del nuevo país: primacía del Ejecutivo, coordinación de poderes, autonomía del órgano judicial, bicameralidad del Congreso, descentralización departamental y administrativa y derechos individuales clásicos, adoptando de esta forma el modelo estadounidense.
Sin embargo, una serie de pujas entre distintas facciones políticas -en un primer momento entre liberales y conservadores- determinaron ligeras modificaciones hacia delante. La Constitución de 1834 suprimió las juntas departamentales y, en esa misma línea, la de 1839 potenció las atribuciones del presidente de la República, incrementó las facultades del Consejo de Estado y concentró todos los recursos en la capital del país, a pesar de haber sido la única entre las constituciones nacionales en ser promulgada en una ciudad fuera de Lima: Huancayo.
La Constitución de 1856, que se enfrentó al pensamiento conservador que encarnaba Bartolomé Herrera desde el Colegio de San Carlos, estableció por primera vez el Consejo de Ministros con el objetivo de fijar controles parlamentarios al Ejecutivo, pero además eliminaba el fuero eclesiástico, la propiedad de los empleos públicos e imponía restricciones al presidente en materia de ascensos militares. Luego de un intenso debate sobre el restablecimiento del fuero eclesiástico, propuesta finalmente rechazada por mayoría, el texto constitucional de 1860 reconoció la obligatoriedad de los ministros de acudir al Congreso cuando fuesen interpelados y adquirió un tinte equilibrado en el vínculo entre Ejecutivo y Legislativo. A su moderación se debe que rigiera alrededor de 60 años, si bien con un breve paréntesis: la promulgación de la Constitución de 1867 por apenas cuatro meses. La relativa estabilidad constitucional que sobrevino tras el dictado de la Constitución de 1860 estuvo acompañada por el acuerdo entre liberales y conservadores, militares y civiles, y entre quienes profesaban posiciones clericales y laicas. Sin embargo, durante la llamada “República Aristocrática” (1895-1919) sobrevinieron cambios sociales con el nacimiento de la preocupación por el problema indígena y la irrupción de las masas en la vida política del país. El epílogo de la Constitución de 1860 comenzó el 4 de julio de 1919, cuando Augusto Leguía se hizo del poder con el apoyo de las Fuerzas Armadas.
Dictada tras la primera posguerra, la Constitución de 1920 recogió algunas de las preocupaciones del constitucionalismo social: en ese marco amplió la lista de los derechos individuales e incorporó una serie de derechos sociales, tales como la protección de la vida y la salud en el marco de las relaciones de trabajo y dotó de cobertura constitucional a la propiedad indígena o campesina. Fue una novedad que la Constitución estableciera congresos regionales (en el norte, centro y sur), lo cual representó un intento por salir del excesivo centralismo. El mandato presidencial se fijó en cinco años sin reelección inmediata, pero esta cláusula constitucional fue objeto de sucesivas reformas y las reelecciones de Leguía lo mantuvieron en el poder por 11 años.
En clara reacción al oncenio de Leguía, la Constitución de 1933 prohibió la reelección inmediata, a la que se revistió de la condición de cláusula pétrea. Si bien tuvo un afán descentralizador al prever los concejos departamentales, éstos nunca se instalaron. Creó un Senado Funcional, de composición corporativa que, de haberse implementado, funcionaría al lado de una Cámara de Diputados de origen popular. También incorporó capítulos íntegros dedicados a la cuestión social. Si bien la Constitución de 1933 es una de las que más vigencia ha tenido, su acatamiento efectivo fue bastante exiguo y se reduce a los períodos de los presidentes Bustamante y Rivero (1945-1948), Ignacio Prado (1956-1962) y Fernando Belaunde (1962-1968), todos ellos civiles y de origen democrático.
La Constitución de 1979 fue fruto del proceso de negociación para restablecer la democracia luego de que sobreviniera una dura crisis económica y política con huelgas que paralizaron el país y tendría el objetivo de “institucionalizar las transformaciones estructurales” del período político que se inició en 1968, que radicalizó una serie de reformas sociales: en especial, la reforma agraria. En las elecciones a representantes de la Asamblea Constituyente participaron todos los partidos y movimientos políticos que en ese entonces canalizaban los diferentes intereses de la sociedad, salvo Acción Popular. Esta Carta confirió rango constitucional a los tratados sobre derechos humanos, creó el Tribunal de Garantías Constitucionales y constitucionalizó por primera vez el amparo y una serie de órganos, como el Consejo Nacional de la Magistratura o el Ministerio Público (que se separó del Poder Judicial). Además impulsó el proceso de descentralización y regionalización, cuya implementación fue infeliz. Esta Carta representó un cambio sustancial (en lo formal) con respecto a las anteriores, puesto que consagra el control de los poderes del Estado que se excedan en la normatividad que expidan e introduce el papel benefactor y empresarial del Estado. Durante la vigencia de la Constitución de 1979, se sucedieron tres presidentes constitucionales, un hecho inédito en la historia republicana del país: Fernando Belaunde Terry (1980-1985), Alan García Pérez (1985-1990) y Alberto Fujimori, quien el 5 de abril de 1992 propició un autogolpe con el apoyo de las Fuerzas Armadas y disolvió el Congreso de la República, clausuró el Tribunal de Garantías Constitucionales e intervino el Poder Judicial.
La Constitución de 1993, aprobada con varias denuncias de fraude, tiene en relación a su antecesora una deflación en el reconocimiento de los derechos sociales, económicos y culturales. Por ejemplo, se destaca la eliminación del derecho a la estabilidad en el empleo y, en su lugar, el reconocimiento del derecho a la protección adecuada contra el despido arbitrario. También se elimina el rango constitucional de los tratados sobre derechos humanos, a los que el Tribunal Constitucional les ha devuelto tal condición. La constitucionalización de un programa de gobierno rígidamente liberal condicionó la actividad empresarial del Estado al principio de subsidiariedad, en el contexto de una economía social de mercado. También se introdujeron los “contratos-leyes”, suscritos entre los inversionistas privados y el Estado a los cuales se garantizó su inmodificabilidad legislativa. Otro aspecto es el fortalecimiento de las competencias del presidente, quien puede disolver el Congreso en el caso de que éste haya censurado o dejado de dar el voto de confianza a dos consejos de ministros de manera consecutiva.
A diferencia de la Constitución del ’79, que planteó la cuestión de manera ambigua, la del ’93 contempló la facultad presidencial de dictar “decretos de urgencia”. Contrario a la tradición constitucional, se consagró un Parlamento unicameral -con 120 parlamentarios representando a un promedio de 30 millones de peruanos- y se desmontó el proceso de descentralización. Si bien la Ley 27.600 dispuso el retiro de la firma de Alberto Fujimori del texto de la Constitución, las sucesivas reformas constitucionales efectuadas y el aggiornamiento realizado por el Tribunal Constitucional mediante su jurisprudencia provocaron el desinterés actual por sustituirla o restablecer la Constitución de 1979, como propuso la Comisión de Estudio sobre la Reforma Constitucional que se creó en el año 2001 durante el Gobierno del presidente Valentín Paniagua y el plan de gobierno 2011-2016 de Ollanta Humala, denominado “La Gran Transformación”.
A modo de conclusión
La ausencia de un orden político-institucional estable en el Perú dejó como saldo el promedio de una Constitución cada 15 años a lo largo de los siglos XIX y XX. Una constante fueron los enfrentamientos entre el Poder Ejecutivo y el Congreso, dado que los diferentes textos constitucionales oscilaron entre el fortalecimiento de las atribuciones presidenciales y la puesta en práctica de controles parlamentarios al Poder Ejecutivo. En esa misma línea se inscribieron las discusiones (aún no saldadas) entre la necesidad de un Parlamento unicameral o bicameral, así como la posibilidad de disolver el Congreso que establece la Constitución de 1993. Otro aspecto recurrente, objeto de fuertes controversias, fue el desafío de avanzar en la descentralización departamental y administrativa, que finalmente quedó en letra muerta. Finalmente, los párrafos dedicados a los derechos sociales -se sumaron a los derechos individuales clásicos ya consagrados por las diferentes Cartas del siglo XIX- tuvieron lugar principalmente a partir de la Constitución de 1920. Más adelante, la Constitución de 1979 amplió los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Esta serie de avances fueron revertidos en buena medida por la Constitución de 1993, que legitimó el modelo neoliberal que se empezó a implementar desde entonces y se mantiene en la actualidad.
Nicolas Lynch plantea en su libro Cholificación, república y democracia que la raíz de la frustración democrática actual en el Perú reside en que “la vuelta del Estado de Derecho hace una década y media no ha significado un cambio sustantivo en la vida de los peruanos. Las elecciones y la vigencia de las leyes no han traído bienestar”. El autor agrega que “la democratización política está bloqueada por la frustración de la transición democrática del año 2000, que mantuvo el orden económico neoliberal y que no procedió con el cambio institucional indispensable, prolongando la captura del Estado por el gran capital y manteniendo sus prácticas mafiosas a la par que dejando en su lugar la Constitución de la dictadura”.
En ese marco, la necesidad de una nueva institucionalidad republicana en el Perú debe estar guiada por varios aspectos que trascienden la mera obsolescencia de la actual Carta Magna: por el hecho de ser el último contrato social del continente emergido de una dictadura -tras el proceso abierto en Chile-, por la corrupción estructural y sistémica que afecta sin excepción a todos los poderes del Estado a partir de vínculos espurios con grupos empresariales concentrados y, finalmente, por la liquidación de la secuencia histórica de avances en derechos constitucionalizados que imperaron desde la administración de Alberto Fujimori hasta el presente. Una Constitución que restituya la confianza popular en la propia estructura institucional debe estar acompañada de un fuerte contenido democratizador como mecanismo de expresión política de los peruanos y las peruanas.
[1] https://elpais.com/internacional/2019/10/01/america/1569885710_959879.html
[3] http://espiral.cucsh.udg.mx/index.php/EEES/article/view/7050/6161
[4] https://fondoeditorial.unmsm.edu.pe/index.php/fondoeditorial/catalog/view/120/108/476-1 pág.10