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[et_pb_section fb_built=»1″ admin_label=»section» _builder_version=»3.0.47″][et_pb_row _builder_version=»3.9″][et_pb_column type=»4_4″ _builder_version=»3.9″ parallax=»off» parallax_method=»on»][et_pb_text _builder_version=»3.9″]Por Arantxa Tirado, Silvina M. Romano y Aníbal García

La asistencia militar es uno de los dos pilares de la política estadounidense de “asistencia para el desarrollo”, que se complementa con la ayuda técnica y económica. Aunque en determinados momentos históricos se trató de presentar a la asistencia económica como algo separado de la asistencia militar, en la práctica ambas han ido de la mano[1]. La principal agencia encargada de gestionar este tipo de ayuda es la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID por sus siglas en inglés).

Los objetivos de la asistencia, tanto ayer como hoy, son garantizar el acceso a recursos estratégicos y combustibles, facilitar el acceso a nuevos mercados para el capital estadounidense, creando las condiciones favorables para la inversión en los países que reciben la ayuda, ampliando los mercados de consumo, defendiendo la seguridad de las inversiones (“estabilización”) y un modelo de democracia basado en el liberalismo que sea funcional a éstas. Como apunta la USAID: “La estabilidad económica y política en el hemisferio occidental es vital para EEUU (…) América Latina y el Caribe son también importantes y mercados crecientes para las empresas estadounidenses –un cuarto de las exportaciones de EEUU- va a la región”[1].

Continuidades y cambios en la asistencia para el desarrollo

La asistencia para el desarrollo de EEUU ha experimentado varias modificaciones para adaptarse mejor a los intereses público-privados estadounidenses. Desde la “multilateralización” de los años setenta (destinada a “despolitizarla” en un contexto de expropiaciones y pujas con gobiernos nacionalistas) protagonizada por las Instituciones Financieras Internacionales, hasta la financiación “desde abajo” a través de ONGs a partir de los noventa. Las reformas del presidente Obama fueron presentadas como un cambio respecto al “poder duro” que había caracterizado a los dos gobiernos de George W. Bush, pero lo cierto es que siguió a grandes rasgos los cambios impulsados por el gobierno republicano, enmarcados en la Reforma del Sector de Seguridad. Es en este marco que se le otorga a la USAID un papel predominante en la política exterior basada en las “Tres D” (defensa, desarrollo y diplomacia): una mayor apuesta a la diplomacia, un mayor poder a los organismos multilaterales y la participación clave del sector privado[1].

Pero esta política de “puertas abiertas” y basada en la diplomacia fue respaldada por una fuerte asistencia militar en países y regiones con estrechos vínculos políticos, económicos y de defensa con EEUU. En el caso de Colombia, con el Plan Colombia y el Acuerdo de Promociones Comerciales entre Estados Unidos y Colombia, el TLC entre ambos países; en el caso de México a través del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) y la Iniciativa Mérida; y en el de América Central por la vía de la Central America Regional Security Initiative (CARSI) y el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (DR-CAFTA por sus siglas en inglés). Estos dos últimos supusieron una expansión del Plan Colombia hacia México y Centroamérica que fue especialmente implementada por el gobierno de Obama. Todo se condensó y justificó bajo el lema de la “guerra contra las drogas”, que viene operando (al menos desde el gobierno de Bill Clinton) como freno a la expansión del progresismo (y de cualquier alternativa al orden neoliberal). Algunos ejemplos concretos: el rol de las fuerzas de seguridad colombianas en el cercamiento a Venezuela; el derrocamiento del presidente de Honduras, Manuel Zelaya, desde la base militar de Palmerola; la desestabilización y tensiones con el gobierno boliviano de Evo Morales, entre otras cuestiones, por no plegarse a los lineamientos de esa guerra contra las drogas.

Esto se llevó a cabo con un importante presupuesto en seguridad, pues no debe olvidarse que la administración Obama fue la que mayor presupuesto asignó a defensa desde la finalización de la Guerra Fría (en el 2010 superó al gobierno de G.W Bush, asignando 663 mil millones de dólares al presupuesto militar)[1]. Por otra parte, también hubo un aumento de la venta de armas para aquellos países aliados en la guerra contra las drogas. Vale considerar el aumento no sólo en la asistencia militar, sino en los montos que esos países destinan a comprar armas a EEUU.

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Como se observa, en el caso de México y Colombia, en algunos casos la compra de armas supera lo que reciben en asistencia “para el desarrollo”. Más sugerente aún: tanto el Plan Colombia como la Iniciativa Mérida han sido financiados por estos Estados que destinaron gran parte de sus presupuestos fiscales a gastos de seguridad, en lugar de derivarlos a otros sectores como educación, salud, etc. Esto es una muestra de que la guerra contra las drogas se ha centrado en el negocio de la “securitización”.

No es una cuestión menor que algunos think tanks[1] estadounidenses advirtieran sobre los escasos resultados reales contra el narcotráfico arrojados por la guerra contra las drogas y, en cambio, los numerosos abusos a Derechos Humanos por parte de fuerzas de seguridad, además de un indiscutible aumento de la espiral de violencia: paramilitarismo, fosas comunes, asesinatos selectivos, etc. en los países que reciben la mayor parte de la asistencia militar de EEUU.

La sinceridad de Trump

A diferencia del doble discurso de la administración demócrata, el nuevo gobierno republicano decide centrarse en el poder duro, achicando el espectro de la asistencia “para el desarrollo” pero de ningún modo renuncia a mantener la política de “puertas abiertas” para favorecer a sus empresas en América Latina y el Caribe (ALyC). Mediante la orden ejecutiva presidencial 13781[1], el gobierno de Trump anunció el 13 de marzo de 2017 una reestructuración de algunas de sus agencias gubernamentales en aras de la “eficiencia, la eficacia y la rendición de cuentas”, entre las que se encuentra la USAID. El recorte en torno al 30% del presupuesto comprometerá sus programas en varios países[1]. Para el caso de ALyC, los países más afectados serán Nicaragua (-98% de ayuda), Paraguay (-95%), Brasil (-93%), Costa Rica (-78%) y Panamá (-64%). Mientras que Cuba, Ecuador y Venezuela dejarán de tener una partida específica, como hasta ahora[1]. Con respecto a México y Colombia, se nota una reducción de la ayuda para el desarrollo para el primero (87.7 millones), mientras que se mantiene la ayuda a Colombia (251.4 millones)[1].

El proyecto de presupuesto titulado “America First”[1], se propone un incremento de 54 mil millones de dólares en defensa para 2018 (el 9% de aumento para el presupuesto militar), superando indudablemente el presupuesto asignado durante el anterior gobierno demócrata, a expensas de un recorte de 37.6 mil millones en asistencia diplomática y exterior[1]. Según algunos analistas de la Washington Office on Latin America (WOLA), su aprobación “tendría resultados desastrosos” porque “se recortan los gastos sobre diplomacia civil y asistencia (…) militarizando la ayuda externa”[1].

Valen entonces dos aclaraciones. La primera, es que este recorte en la asistencia, según especialistas vinculados al mainstream y lo reproducido por la prensa hegemónica, indicaría que ALyC ya no es importante pare EEUU[1]. En segundo lugar, es correcta la voz de alarma respecto de la probable militarización implicada en el recorte de la asistencia “para el desarrollo”, pero en los hechos, no difiere del “modo de hacer las cosas” (al menos) desde el gobierno de Clinton en adelante.

Como se observa a continuación, en términos globales, el presupuesto de asistencia para el desarrollo sigue superando al de asistencia militar, al igual que durante el gobierno de Obama (período en el que la brecha entre asistencia para el desarrollo y asistencia militar era más amplia a favor de la primera). El problema es que en lo concreto, la ayuda externa está bastante militarizada de por sí, con un porcentaje considerable de programas de asistencia manejados por el Departamento de Defensa y una Ayuda Humanitaria y para el Desarrollo focalizada, salvo excepciones, en los países donde hay mayor presencia de ayuda militar y policial, como se puede apreciar en las siguientes tablas.

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Vemos que no hay tantos cambios, pues Colombia, México y América Central siguen entre los principales receptores de la ayuda al desarrollo de EEUU. Sin embargo, llama la atención que los recortes del proyecto de presupuesto “America First” afectarán también a esta partida militar y de seguridad pues, como se recoge en el documento, EEUU “pretende desplazar una parte de la asistencia militar extranjera de subvenciones a préstamos con el fin de reducir los costos para los contribuyentes de EEUU”[1]. Se espera que con esos préstamos, los países receptores compren armamento fabricado en EEUU (tendencia que ya se venía observando, pero que parece adquirir mayor fuerza). El objetivo es claro: aumentar la venta de armas. Y América Latina y el Caribe se proyecta como una de las regiones con mayor potencial en compra de armas a EEUU. Basten los siguientes datos:

Por un lado, esto abonará sin dudas al ya militarizado y violento escenario organizado en torno de la “guerra contra las drogas”. Por otro lado, es una estrategia para alimentar al complejo militar-industrial estadounidense, que sigue siendo uno de los sectores económicos de mayor envergadura en EEUU (del que dependen miles de empresas y trabajadores).

En conclusión, la asistencia económica para el desarrollo y la asistencia militar para el desarrollo no pueden entenderse la una sin la otra. Muestra de esta interrelación es la carta pública que 121 generales retirados dirigieron a la Casa Blanca en febrero pasado, alertando del papel que la USAID y el Departamento de Estado jugaban a la hora de “mantener la estabilidad global confrontando grupos extremistas como el Estado Islámico, frenando los flujos de refugiados y combatiendo enfermedades infecciosas como el Ébola”[1].

Pareciera que la administración Trump se estaría diferenciando del gobierno de Obama por confrontar estos y otros temas fortaleciendo la asistencia militar y de defensa (hard power) en detrimento de una asistencia para el desarrollo basada en elementos diplomáticos de soft power. Esta lectura puede pecar de superficial. Considerando la toma de decisiones del establishment estadounidense de relaciones exteriores con respecto a ALyC, parece más adecuado notar las continuidades con el gobierno anterior, pues pueden existir diferencias en las estrategias pero los objetivos son similares. Por un lado, garantizar la hegemonía económica y política estadounidense hostigando a los gobiernos que puedan comprometer este propósito y respaldando a aquellos que lo facilitan. Por otro lado, esto se conecta de modo directo con garantizar el constante crecimiento y rentabilidad del complejo militar-industrial, una de las principales fuentes de trabajo a nivel nacional, y que es la condición de posibilidad de la intervención en el exterior, incluso cuando se realiza bajo los designios del “poder blando”, que debe su efectividad al respaldo del poder duro.

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Arantxa Tirado

Dra. en Relaciones Internacionales e Integración Europea (UAB) (España)

Doctora en Relaciones Internacionales e Integración Europea por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y Doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es también Maestra en Estudios Latinoamericanos por la UNAM y Licenciada en Ciencias Políticas y de la Administración (Itinerario de Relaciones Internacionales) por…

Silvina Romano

Dra. en Ciencia Política (UNC) (Argentina)

Silvina Romano es investigadora del Consejo Nacional en Investigaciones Técnicas y Científicas (CONICET) en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Buenos Aires (IEALC-UBA). Es posdoctora por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de…

Aníbal García Fernández

Máster en Estudios Latinoamericanos (UNAM) (México)

Aníbal García Fernández es magíster y licenciado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus principales líneas de estudio son la guerra fría interamericana, las políticas de desarrollo y la relación de Estados Unidos con América Latina y el Caribe. Actualmente se encuentra realizando el doctorado…