Marzo suele ser un mes de crisis política en Paraguay, traducido en protestas ciudadanas frente a los desvaríos del poder. Ocurrió en 1999 en lo que se llamó el “marzo paraguayo”, producto de una serie de manifestaciones que conllevó el asesinato del Vicepresidente Luis María Argaña y de una decena de jóvenes en la plaza, y significó el fin del gobierno de Raúl Cubas y la ruptura del pacto colorado-militar. En 2017 ocurrió el “segundo marzo paraguayo” cuando Horacio Cartes buscó afanosamente su reelección presidencial mediante una enmienda constitucional de dudosa legalidad. Eso generó una indignación ciudadana que acabó con el Congreso ardido en llamadas, unos 200 manifestantes detenidos, un legislador baleado y un militante juvenil asesinado por la policía en la propia sede del principal partido opositor.
Con distintos condimentos y actores, el “marzo de 2021” tomó algunas características de otrora. Aunque para tener una lectura adecuada de lo que parece estar en crisis en la actualidad, habría que extender brevemente la mirada analítica hacia el pasado.
En primer lugar, Paraguay transita una inédita era democrática, aunque de muy baja calidad. Cualquier índice internacional de medición de calidad de la democracia señala que la paraguaya se ubica -en términos de rendimiento- entre las peores de la región. De hecho, la propia transición paraguaya fue capitaneada por el mismo partido político que sostuvo la dictadura durante 35 años.
La caída del dictador Stroessner (1989) ocurrió a instancias de un golpe planeado y ejecutado entre militares y una facción del Partido Colorado. La crisis al interior de la coalición gobernante abrió un nuevo panorama de liberalización y una inédita oportunidad para iniciar el proceso de democratización. El tránsito de un régimen dictatorial hacia uno más democrático se fue desencadenando no tanto por el afán democratizador de los golpistas sino más bien por la imposibilidad de reconstruir un mínimo nivel de hegemonía. La transición estuvo siempre controlada “desde arriba” y “desde adentro”. Y si bien todavía genera controversia el tipo de democracia al cual apuntaba la élite política y económica, parece más claro que la democracia alcanzada tiene un cariz únicamente procedimental. El acento está puesto en el proceso electoral, el funcionamiento formal de las instituciones y el respeto a (algunos) derechos políticos e individuales.
La democracia fue estableciéndose al son del Partido Colorado, en alianza con la élite económica cuyas rentas obtiene de las licitaciones del Estado. Nunca hubo un programa democrático más sustantivo, aunque el coloradismo logró sortear exitosamente elección tras elección. Recién en 2008 la oposición accedió al Poder Ejecutivo, aunque una de las variables de mayor peso que explica la inédita alternancia fue la división del partido de gobierno (especialmente luego de la salida del general Lino Oviedo). A pesar de algunos éxitos en la gestión, el Gobierno de Fernando Lugo no se pudo sostener por múltiples razones, lo cual favoreció el retorno casi inmediato del Partido Colorado en las siguientes elecciones presidenciales. Sin embargo, la sensación respecto a la satisfacción con la democracia marcó que la alternancia fue un bien positivo para la política paraguaya y valorado por la ciudadanía.
Esos datos señalan que si bien el coloradismo volvió a triunfar en 2013 con Horacio Cartes y en 2018 con Mario Abdo Benítez, la alternancia tiene un “recuerdo” positivo e impactó en el sentimiento hacia la democracia. Lo mismo ocurrió también con la medición de satisfacción con los distintos gobiernos. Como nota de color, en las últimas elecciones presidenciales de 2018 se presentaron algunos hechos interesantes: i) fue el mejor desempeño de la oposición en toda la era democrática, habiendo alcanzado Efraín Alegre y Leo Rubín el 42,7 % de votos; ii) casi todos los medios de comunicación hegemónicos iniciaron una feroz campaña de divulgación de encuestas que auguraban un escenario aplastante con una diferencia del 35 % a favor del coloradismo; iii) el día de las elecciones casi todas las bocas de urna de los medios narraban el triunfo “estadísticamente irreversible” a favor de Mario Abdo. A pesar de todo eso, la alianza opositora quedó a 3 % del triunfo, cuyas elecciones además tuvieron un tufo a fraude luego de que se filtraron audios donde un alto funcionario de la Justicia Electoral supuestamente negociaba carga de votos a favor del Partido Colorado a cambio de dinero.
Con ese escenario asumió Mario Abdo en 2018. A pesar de su urgente necesidad de ampliar legitimidad y bases de apoyo, se empeñó en hacer lo contrario. En 2019 estuvo a punto de ser destituido por juicio político luego de lo que la oposición denunció como “la traición del Acta secreta de Itaipú”. Sólo fue salvado in extremis por la facción de Horacio Cartes, al precio de quedar casi sometido a la voluntad política del “cartismo”.
La pandemia del 2020 vino a convertirse, al decir de la politóloga argentina Julia Pomares, en un “poderoso acelerador de tendencias ya existentes”. Si bien Paraguay manejó bastante bien la pandemia durante los primeros meses, la falta de acceso a vacunas, las constantes denuncias de sobrefacturación en licitaciones del Estado y la mala calidad del sistema de salud están haciendo añicos la poca legitimidad del presidente Abdo.
En marzo comenzaron una serie de movilizaciones ciudadanas, transversales a los partidos políticos y con distintas motivaciones, aunque con un hilo conductor que se expresa en el hashtag #ANRNuncaMás. Mario Abdo está sufriendo las consecuencias del fracaso en la política sanitaria, pero también de un modelo de gestión histórico. A modo de ejemplo, cuando no había pandemia, la clase alta iba a tratarse al Sirio-Libanés y la clase media para abajo iba a Argentina. Con las fronteras cerradas quedó en evidencia el fracaso de la gestión actual, pero también de una forma histórica de administrar la cosa pública, de la cual el Partido Colorado es el principal responsable.
Pero, en ese sentido, la propia dinámica intrapartido de la ANR favorecía el discurso de poder y oposición al mismo tiempo. Ellos tenían la crisis y la alternativa a la crisis al interior de su partido. Estas manifestaciones ciudadanas, si algo novedoso tienen, es que atacan a la propia etiqueta partidaria y al modelo que el coloradismo sostiene. Ya no parece ser solamente una crisis de una facción, sino de un modelo de gestionar la cosa pública que parece agotado en todas sus expresiones. Y aunque los parlamentarios de Horacio Cartes tratan de despegarse de Mario Abdo, la oposición les puso en apuros cuando confirmaron que presentaban el libelo acusatorio para iniciar el juicio político. El cartismo tuvo que reconocer que, así como en 2019, volverá a salvar a Abdo Benítez de la destitución.
El juicio político no parece que -por ahora- vaya a correr. Pero el juicio social hacia al Partido Colorado está instalado. En 32 años de transición y democracia no existen muchos recuerdos de una crisis que socave las propias raíces y fundamentos del coloradismo.
Es un buen escenario para la oposición, aunque todavía falta mucha construcción y fina estrategia. El Partido Colorado, aún en crisis, tiene mucha potencia electoral y organización territorial -financiada desde el Estado- en todo el país. Lo más probable es que el cartismo ponga la fórmula presidencial en 2023 (se especula nuevamente con Santiago Peña) y eso eventualmente aseguraría fracturas al nivel de la oligarquía. Horacio Cartes entró a disputar directamente espacios de poder a la oligarquía y eso le costó un fuerte apoyo en 2017 a favor de Mario Abdo Benítez.
En definitiva, las chances de la oposición están intactas. Luego de su entrada en prisión -en virtud de un proceso arbitrario- Efraín Alegre logró reposicionarse como el principal actor opositor que, encima, ataca y rivaliza directamente con Cartes. Además, logró instalar una agenda con sentido social que le valió el rechazo de los sectores más conservadores y el apoyo de los demás. Durante su estadía en la cárcel recibió cartas desde los principales partidos y líderes progresistas de la región, algo poco frecuente dado que la política paraguaya no pisa con fuerza en el escenario internacional.
Estrechar vínculos internacionales con partidos y gobiernos progresistas es muy necesario no sólo para conseguir aliados en esta lucha contra el avance de agendas conservadoras en la región (donde Cartes y Mario Abdo son abanderados) sino además para sumar fuerzas y recursos políticos para lograr la ansiada segunda alternancia, de tan buenos recuerdos en la ciudadanía y tan necesaria de cara a dotar a la democracia de un sentido más sustantivo.