Nada permanece inalterado después de un golpe de Estado como el que sufrió Bolivia en noviembre de 2019. Es cierto que se recuperó la institucionalidad democrática en tiempo récord, y también que hubo un aluvión de votos a favor del MAS. Sin embargo, el espíritu golpista no acaba de morir.
Existen varias cuestiones de fondo, y otras varias manifestaciones que emergen. El lunes 11 de octubre, por ejemplo, tuvo lugar un (alicaído) paro cívico en algunas grandes ciudades en rechazo, fundamentalmente, a la ley de Legitimación de Ganancias Ilícitas impulsada por el oficialismo. Esta norma, que busca evitar el lavado de dinero y la evasión fiscal, generó rechazo entre grandes empresarios, transportistas, iglesias, comerciantes y opositores políticos aglutinados en torno de Fernando Camacho, pero también entre pequeños emprendedores ‒incluso afines al MAS‒ que, tras una campaña exitosa de desinformación desplegada por los grandes medios, piensan que el Fisco les quitará lo poco que tienen si no dan una factura.
Pero las consignas del paro iban más allá del rechazo a una medida “confiscatoria y autoritaria”, que justamente busca alcanzar a los grandes evasores: lo que pretendía la derecha golpista que lo impulsó era también utilizar ese descontento puntual para que se frene en las calles lo que denominan “persecución judicial” del Gobierno.
En el fondo de éste y otros conflictos recientes hay tres propósitos: por un lado, lanzar un ataque defensivo motivado en la búsqueda de impunidad por la participación y/o complicidad de muchas de las figuras del golpismo durante el quiebre institucional y las masacres de 2019. Jeanine Áñez espera su juicio en prisión preventiva (por el riesgo de fuga públicamente conocido), Fernando Camacho y su padre han sido citados a declarar, y otros altos responsables han huido de Bolivia por el temor de ser judicializados. La complejidad del asunto es que, si la Justicia fuera justa, ni Camacho ni Áñez ni Iván Arias, por citar sólo a algunos, podrían haberse presentado a elecciones y hoy, como en el caso de los dos últimos, ejercer cargos legitimados por el voto popular.
El segundo aspecto que moviliza a la derecha tras el golpe es un intento de reavivar la polarización política en términos regionales, que había quedado relegada a un lugar importante pero no protagónico desde el intento de golpe de Estado de 2008. Nuevamente, se está intentando instalar política y comunicacionalmente la idea de que el Gobierno del MAS fomenta una grieta entre el Oriente y el Occidente del país mediante la priorización gubernamental de los intereses de las tierras altas por sobre los de los habitantes (desde los grandes empresarios hasta las comunidades indígenas, nunca caras a la derecha) de las tierras bajas. Y detrás de esto se encuentra el mantra del llamado “modelo cruceño” que sería el impulsor del desarrollo y la riqueza de los que se valdría el Gobierno para beneficiar a la otra mitad de Bolivia.
Debilitar al Gobierno, agitando internas y mostrándolo como inútil y “títere” del expresidente Morales, es el tercer propósito de todos y cada uno de los conflictos generados por la derecha (o de los que busca sacar rédito político). A diferencia de anteriores periodos de gobierno del MAS, cuando la derecha normalmente comenzaba a buscar medir fuerzas hacia mitad de mandato, sus células civiles y parapoliciales han despertado más temprano (o quizás nunca se durmieron tras el golpe). Puede deberse a que el “dictador” Evo no está en el Gobierno, a que la victoria de 2020 no alcanzó las altísimas cifras de comicios anteriores, a que en las últimas elecciones subnacionales varias de las principales ciudades quedaron en manos opositoras, al deterioro de la calidad de vida de las personas motivado por el Gobierno de Áñez y la pandemia, o a que los resortes de una asonada golpista que fue exitosa en sus inicios sigan casi intactos. En cualquier caso, es probable que la estrategia de desgaste apunte a un referéndum revocatorio hacia mitad del mandato de Arce, en 2023.
Afortunadamente, no toda la oposición es de derecha y antidemocrática, y una parte no desdeñable de ese 55 % que optó por Arce en las pasadas elecciones claramente otorgó su voto al MAS por el espanto que le generó una mala gestión de raigambre antidemocrática, neoliberal y racista. Si hay una novedad que el golpe dejó en Bolivia, al menos por ahora, es una oposición de carácter plebeyo, no masista, que se niega a tender puentes institucionales con el golpismo. Esta nueva oposición popular tiene varias características, entre ellas la de estar encapsulada en algunos distritos, haber surgido con el soporte de siglas hasta ahora marginales electoralmente, y tener un pasado cercano al MAS. El desempeño en sus gestiones municipales y departamentales dirá si este sector se proyecta como opción política hacia el resto del país o queda, como Camacho, limitada a sus distritos.
Mientras tanto, el Gobierno de Arce está logrando, en muchos aspectos, alcanzar indicadores previos al golpe, e incluso superarlos. Recientes cifras del Ministerio de Economía dan cuenta de los aciertos en materia económica: a junio de 2021, el crecimiento de la actividad económica era del 8,7 % (un año atrás la variación era de -12,9 %), principalmente impulsado por la actividad creciente en rubros como la minería, la construcción y el transporte. El empleo formal creció un 28 % en el último año y la tasa de desempleo se redujo en 5,1 puntos porcentuales. Todos estos datos dan cuenta de una política económica de desarrollo inclusivo y soberano que pudo hacerse efectiva gracias a otros dos factores: la adecuada gestión sanitaria de la pandemia y la estabilidad política que las urnas definieron tras la restauración democrática en 2020. Se verá si el golpismo consigue revertir nuevamente la democracia y el bienestar de los bolivianos y las bolivianas.