La globalización ha provocado grandes transformaciones en la vida social. La desintegración o desgaste de las viejas instituciones del Estado de Bienestar dieron paso a un proceso de individuación que potenció las tradiciones liberales, tanto en la organización del universo económico, como en las subjetividades. La globalización fue generando un malestar con lo público, lo universal, lo colectivo, y ofreció un menú de realizaciones individuales o microcolectivas. Abrió la brecha ente ‘ciudadanos del mundo’ y ciudadanos nacionales, entre lo público y lo individual, entre los derechos económicos y sociales, y los derechos individuales. En algunos casos, ha potenciado reclamos específicos o vinculados a la ampliación de los derechos individuales, en otros casos, ese proceso de individuación ha colisionado con algunas medidas de gobiernos progresistas y, otras veces, conservadores.
La vida individual y cotidiana se ha transformado en una ‘caja de resonancia’ para la política. La disputa al interior del mundo cotidiano se ha transformado en vital para los analistas políticos. Los problemas en ciertos servicios urbanos, la imposibilidad de obtener seguridades en las ciudades, medidas económicas que son entendidas como complicaciones a los desarrollos individuales, la corrupción o ciertas medidas progresistas han suscitado cierto malestar que o bien son representados por un tiempo por gobiernos conservadores, o dicho malestar persiste al interior de los gobiernos progresistas.
La angustia de lo individual, provocada por la incertidumbre y la desintegración de viejas seguridades, ha arribado con fuerza a la política. Los vínculos entre políticos, partidos y movimientos con los mismos individuos se ha modificado, y las agendas de representación comienzan a incluir aspectos afectivos y emotivos del orden de lo individual. Los partidos van en busca del individuo y el individuo les pide a ellos algo dilemático: representar deseos, expectativas y formas de mirar el mundo que, a veces, son demasiado particularistas o sectoriales. No hay crisis de representación, como se imaginaba décadas anteriores, existe un representación insuficiente frente a los problemas posmodernos. El progresismo que insistió en grandes causas o relatos se encontró con individuos dispuestos a valorizar sus distinciones frente a las políticas individuales. De tal manera que, a veces, estos individuos comparten la idea de una sociedad jerárquica y no igualitaria. Que si bien exigen la igualdad ante la ley sospechan de las políticas universales y que tienden a ‘distribuir’.
I
El siglo XXI se presenta como el siglo de la individuación. A diferencia del ‘corto siglo XX’, la incertidumbre coexiste sin la amenaza de un desastre histórico y se encuentra integrada a las prácticas cotidianas que adquieren una nueva temporalidad cortoplacista que diluye vínculos e identidades, y que se manifiesta a través de miedos, inseguridades, pérdida de referentes, apatía, racionalidades exprés.
La combinación de desigualdad y distinción social retroalimentan el sentimiento de inseguridad, al tiempo que deteriora los lazos de solidaridad. La acuciada polarización, la desintegración del tejido social y la inseguridad crónica evidencian el desequilibrio existente entre la evolución sistémica y la subjetividad a partir de la consolidación del malestar. Es decir, la distancia entre el avance de los sistemas económico, político y social, y la construcción de un ámbito de vida cotidiana satisfactorio, provocan esta sensación de angustia existencial.
II
Existen múltiples malestares en las sociedades actuales. La significación de la desigualdad, de la desestabilización de la vida cotidiana y de las expectativas individuales frente a lo que ocasiona la política (corrupción, inflación, política impositiva, etc.) hacen del mundo de la adhesión y participación política universos escurridizos. Progresismos y conservadurismos están atravesados –con distintas intensidades- por estos malestares. Algunos se expresarán en votos, otros en conflictos cotidianos y, otros, en microviolencias.
Existen malestares culturales y simbólicos que han desatado movilizaciones y protestas contra el Gobierno o contra oposiciones, rechazando el ineficiente uso del transporte público, la corrupción, el aumento de impuestos y la clausura de la ampliación de derechos individuales, como el aborto, etc.
Uno de los tantos malestares es aquél que provoca la desigualdad. Muchas veces, las visibilizaciones de la desigualdad pueden provocar, en algunos ciudadanos y ciudadanas» la confirmación de que “el mundo es así” y que en “toda sociedad existen pobres”. Pero la desigualdad puede constituir un malestar para algunos, y para otros la confirmación de una insuficiencia de esfuerzo, de trabajo, etc. El problema no es la pobreza en sí, sino lo que simbólicamente piensan los actores que la padecen y los que la observan.
En 2017, las estimaciones regionales actualizadas de la CEPAL sobre la pobreza y la pobreza extrema mostraron, después de un período de 12 años de caída, entre 2002 y 2014, un incremento en 2015 y 2016. Con este dato del informe anual Panorama Social[i], la CEPAL puso en evidencia el retroceso, en términos de igualdad social, que marcó el abismo de malestar social que se ha abierto paso a lo largo de 2018 en toda la región latinoamericana.
El malestar social en la región se ha expresado en diversidad de movilizaciones en buena parte de los países de la región, donde la incertidumbre económica e institucional ha supuesto un gran reto para la gobernabilidad, especialmente en Argentina, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Paraguay, donde las marchas, protestas y paros se han prolongado a lo largo de varios meses de 2018.
Pero no sólo las condiciones político-económicas han atravesado las dinámicas de movilización en Latinoamérica. Germán Pérez (2008)[ii] señala que el malestar social guarda una estrecha relación con los recursos subjetivos de los ciudadanos, estos son, el capital social, las relaciones con otras personas, la familia o la cultura.
En esta medida, las bases de una ciudadanía insatisfecha se asientan tanto en las condiciones reales del desempeño institucional como en la capacidad de acondicionar capitales subjetivos.
Las marchas de mujeres en Argentina, para promover la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, son buen ejemplo de esta doble tensión de los procesos de movilización social, que introducen la defensa de valores éticos a través del cuestionamiento de las normas existentes: las mujeres plantaron cara a un sistema institucional indolente con las condiciones subjetivas propias. Pero, también, resignificaron el proceso de individuación en clave de ampliación de derechos individuales y personalísimos. El rechazo a la indolencia e individuación fue la clave de muchas protestas.
Así, los pasados meses en América Latina han sido un ejemplo del resurgimiento del conflicto social que explica la generación de nuevas resistencias, visibilizadas a través de la movilización colectiva. Pero hay otras formas de malestar social que no se expresan en las calles y se arraigan en las individualidades de los ciudadanos. Esto modifica los términos de la política, colocándola en un lugar que le es extraño o tradicional. Lo ‘antipolitico’ tiene un valor político significativo en la configuración de las acciones, lo electoral y la participación.
El miedo a los otros, las fobias sociales, las intolerancias de la diversidad, el rechazo al cambio y el cuidado del ‘metro cuadrado’ propio en un contexto de incremento de malestares sociales se han convertido en los detonantes del éxito de los liderazgos de la extrema derecha en la región.
En particular, en los casos de Colombia, Paraguay y Brasil, donde los pasados comicios dejaron en evidencia la fortaleza de los liderazgos más extremos: Iván Duque, el último heredero del uribismo; Mario Abdo Benítez, y Jair Bolsonaro, que encarna el ultraconservadurismo en la política brasileña. El malestar que han suscitado los progresismos, los propios cambios globales y ciertas impericias gubernamentales han abiertos las puertas a liderazgos ordenancistas, desbocados, que representan muchos de los malestares a modo de revancha simbólica.
Las derechas acumulan victorias con la promesa del ‘paraíso de seguridad’ en todos los sentidos (por ejemplo, la Seguridad Inversionista, acuñada en la campaña de Duque en Colombia o la Seguridad Democrática, resucitada en el programa electoral de Mario Abdo en Paraguay) y, a toda costa, con el regreso de la ‘mano dura’ tanto en lo político como en lo social.
En el caso de Brasil, la oferta de seguridad (de un candidato militar) se convirtió en el oasis de certidumbre para una ciudadanía que empezó a acumular, desde 2011, un deterioro en su satisfacción vital (ver gráfico 1) y que, al mismo tiempo, comenzó a incrementar su grado de tolerancia al autoritarismo. Si analizamos la evolución del voto desde 2002 al 2018 podemos observar el pasaje de una hegemonía ‘lulista’ expresada en el Partido de los Trabajadores (PT) en 2002, la cual dio paso a una polarización entre 2006 y 2014 para, finalmente, terminar en una contundente victoria del Partido Social Liberal (PSL) liderado por Jair Bolsonaro, en 2018.
El núcleo del voto del PT estuvo, históricamente, constituido por los sectores obreros organizados y estratos medios del Sur y Centro del país. Sin embargo, desde la segunda presidencia de Lula da Silva se produjo un corrimiento que podemos atribuir a la implementación del programa Bolsa Familia, por el cual los estados del Nordeste (los más pobres del país) pasaron a ser el bastión del PT. Los distritos del Sur, por su parte, se volvieron refractarios al lulismo. Tal vez pase desapercibida, pero hay una excepción: el estado de Roraima, que hace pocos meses protagonizó hechos de violencia contra migrantes venezolanos[iii]. Se trata del único de los 26 estados que componen la República Federal del Brasil en donde el PSL obtuvo una Gobernación.
Roraima es tan pobre como el resto de los estados del nordeste y se vio beneficiada de los mismos programas de alcance nacional, sin embargo, las causas de su malestar –así como su posible resolución– son atribuidas a distintos factores, en este caso, a la ‘otredad’ expresada en la migración. No se trata aquí de dilucidar si las explicaciones son válidas o no, sino de mostrar cómo, una vez más, el malestar implica la distancia entre expectativas y realidad, pero también los relatos hilvanan causas y consecuencias.
III
El malestar de las sociedades contemporáneas puede ser condensado en tres aspectos. En primer lugar, y desde el ámbito de la cultura, como una inseguridad con respecto al futuro, en parte producto de la racionalidad cortoplacista pero, también, como un recelo sobre las instituciones políticas y sociales. En segundo lugar, la desazón para con la democracia, la cual había constituido la esperanza luego de la oleada de dictaduras latinoamericanas pero que hoy día devino en democracia ‘de baja intensidad’, con su consecuente desencanto. Por último, en una crisis de valores frente al cuestionamiento de las normas vigentes, la propagación del relativismo en la ética y la moral y, en definitiva, la pérdida del sentido.
Aunque parezca una contradicción, la modernidad que ostenta mega ciudades cosmopolitas como un valor en sí mismo recrea, al mismo tiempo, la xenofobia. Ejemplos sobran y no son pocos los políticos que utilizan el chivo expiatorio de la migración para obtener réditos. No se trata de obtener un mejor diagnóstico a los problemas sociales, sino de conectar con el ciudadano medio en sus subjetividades, sus temores y sus expectativas.
Otra paradoja de la modernidad es que ha logrado democracias duraderas, pero, a diferencia de la efervescencia que caracterizó a los gobiernos de transición luego de la oleada de dictaduras, se trata de democracias de baja intensidad que constituyen más un formalismo que una igualdad de oportunidades real. Para un subcontinente con una población joven la democracia es incontrastable con un sistema de gobierno autoritario, por lo que la diferenciación no es posible. De este modo, liderazgos antisistema o con discursos transgresores de las premisas básicas de las democracias occidentales se vuelven atractivos.
Por último, si el capitalismo logró imponerse gracias a un largo proceso de secularización que logró separar al clero del Estado hasta conformar los Estados-Nación modernos, actualmente se observa lo opuesto. En este aspecto, los liderazgos que combinan religión y política adquieren un plus que permite recrear una lejana idea de comunidad que brilla por su ausencia entre las angustias inmediatas y la ruptura de lazos sociales.
Sin duda, estos síntomas dan cuenta de la necesidad del siglo XXI de proyectar políticas que reconstruyan los mapas interpretativos de la realidad, recuperen las expectativas sociales e individuales y fomenten las potencialidades de los sujetos.
[i] https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/42716/7/S1800002_es.pdf
[ii] http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1665-05652012000200008
[iii] https://elpais.com/internacional/2018/08/19/actualidad/1534664679_355249.html