Fotografía: Luis Soto
El viernes 26 de febrero, luego de seis años del proceso judicial, Guatemala fue testigo de un fallo ejemplar y trascendental para escribir la lucha de las mujeres en la historia de ese país, generando al mismo tiempo un impacto de envergadura en el avance de la justicia sobre acciones macabras llevadas a cabo por agentes militares del Estado guatemalteco durante el conflicto armado interno.
El “Caso Sepur Zarco” finalizó –después de veinte audiencias– con una sentencia que marca un precedente mundial: por primera vez un Estado Nacional juzga sus propios crímenes de género [1] con una condena a 120 y 240 años de prisión al Teniente Coronel Esteelmer Reyes Girón y al ex comisionado militar Heriberto Valdez Asij respectivamente, por causas caratuladas como crímenes de lesa humanidad contra once mujeres q’eqchi. Lo que se evidencia y reconoce en este acto condenatorio es la esclavitud sexual, doméstica y violencia sexual bajo la nominación jurídica de delitos de lesa humanidad que las fuerzas militares perpetraron como parte de una estrategia criminal. Este fallo prueba que durante 1982 y 1983 quince mujeres fueron víctimas no sólo de torturas y violaciones, sino también, de la desaparición forzada de decenas de hombres en Alta Verapaz [2] y El Estor, Izabal que cuentan con una población mayoritariamente indígena, superior al 80%[3]. El abuso y la violencia sexual constituyeron una estrategia sistemática de dominación y opresión sobre las mujeres (no sólo de esta comunidad) durante el conflicto armado por parte del Ejército guatemalteco que implementó el terror como instrumento de dominación y que hizo posible que la dimensión de la violencia sexual se tornara un apéndice de él y se considerara como parte del hostigamiento y como estrategia para la ruptura del lazo social.
El “uso” y la disposición de los cuerpos por parte de los perpetradores se consolidó como un dispositivo disciplinario. La violencia sexual y las violaciones a las mujeres asumen en este contexto de violencia política una función determinada: la domesticación. Los cuerpos fueron un espacio donde se libraron las disputas de sentido, como campos minados la dominación hegemónica de los perpetradores lograron restablecer significados, roles, identidades sobre una estructura genérica.
En cada audiencia las mujeres se presentaron cubriendo su rostro con perales y contaron con traductores porque solo hablan q’eqchi. En la lectura de la sentencia la jueza Jazmín Barrios reconoció que “el caso Sepur Zarco evidencia el trato cruel e infame al cual fueron sometidas las mujeres, quienes fueron conminadas en el destacamento (militar) a sufrir violaciones constantes por parte de los soldados. Fueron sometidas a violaciones sexuales de forma continuada y también fueron sometidas a esclavitud doméstica” [4]. Y agregó también una observación clave: la valentía de estas mujeres “al presentarse a declarar y exponer públicamente las múltiples violaciones sexuales de las cuales fueron objeto, las que indudablemente han dejado un estrés post-traumático de carácter irreversible” [5].
Sin duda, esta sentencia es un aporte elemental para la construcción de la memoria histórica específicamente en Guatemala, pero que también, da cuenta de un camino que implicó una lucha por los significados estigmatizantes construidos en muchas mujeres que fueron víctimas en “ese Estado de excepción” donde las volvieron cuerpos en una disputa feroz. Es necesario denominar a las cosas por su nombre; denominación que se ocultó en el silencio y “vergüenza” de muchas mujeres, pero que en otras la palabras ganó la pulseada. Los delitos sexuales fueron una práctica sistemática como parte de esa tecnología que generó subjetividades y una “otredad negativa”, que hasta la actualidad es necesario desarticular, develar, impulsar para que se corra el velo de opresión de género.
“Reconocer la verdad ayuda a sanear las heridas del pasado y la aplicación de la justicia es un derecho que asiste a las víctimas y contribuye a fortalecer el Estado de derecho en nuestro país, haciendo conciencia que estos tipos de delitos no deben volver a repetirse”, aseguró Barrios al leer parte de la sentencia [6].
Detrás de estas mujeres valientes se encuentran organizaciones sociales feministas y organismos que trabajan por la defensa de los derechos humanos, que encontraron en este fallo un gran impulso para continuar luchando y que al conocer la sentencia en el recinto se encontraron en un eterno aplauso.
[1] Recomendamos entrevista a la Segato disponible en: http://lahora.gt/sepur-zarco-la-busqueda-de-la-verdad-y-la-dignidad/
[2] Es menester considerar que según la documentación realizada por la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) de los 669 casos de masacres; 334 se detectaron en el Quiché, 88 en Huehuetenango, 70 en Chimaltenango; 61 en Alta Verapaz y 28 en Baja Verapaz.
[3] Ver: Rostica, Julieta, “La resistencia al Genocidio en Guatemala: de la infrapolítica de las comunidades indígenas (1982-1983) a la salida a la luz pública de las Comunidades de Población en Resistencia (1990-1991)”, Centroamérica política, violencia y resistencias: miradas históricas, Nueva Trilce, 2014.
[4] http://www.alainet.org/es/articulo/175652#sthash.8ui7MgHy.dpuf
[5] Ibid.
[6] Ibid.