Los procesos políticos encuentran líneas de continuidad y de ruptura que nos obligan a analizarlos desde un plano regional, debiendo trascender los límites fronterizos de cada país para poder comprender la génesis de los conflictos. Guatemala y Honduras vienen afrontando crisis políticas similares (no idénticas) que tienen como eje un mismo hecho: la denuncia de los casos de corrupción. La investigación en Guatemala sobre el defalco aduanero que se denominó “La Línea” y que, entre sus consecuencias más impactantes, contó con la detención del último binomio presidencial, Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti es llevada adelante por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Esta oficina pertenece a las Naciones Unidas y tiene acuerdo con el gobierno de Guatemala desde el año 2006. Entre los objetivos de este “órgano independiente” y de carácter internacional se encuentran: apoyar a algunas instituciones estatales como el Ministerio Público y la Policía Nacional Civil, entre otras, en investigaciones de los delitos llevados adelante por “integrantes de los cuerpos ilegales de seguridad y aparatos clandestinos de seguridad como en las acciones que tiendan al desmantelamiento de estos grupos”.
Hace dos semanas Luis Almagro (Secretario General de la OEA) hizo entrega de una propuesta de reforma al sistema judicial al presidente hondureño y, al mismo tiempo, anunció la creación de una Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH); la cual estará llegando al país centroamericano en los próximos días. Esto sucede en un tenso panorama político que afronta el gobierno de Juan Orlando Hernández, quien a finales del mes de junio, tuvo que habilitar una propuesta hacia un diálogo nacional con diferentes sectores sociales para dar respuesta a las denuncias por desvío de muy importantes cantidades de fondos del Instituto Hondureño de Seguridad Social (IHSS). En esta instancia, el gobierno presentó un “Sistema Integral Hondureño de Combate a la Impunidad y la Corrupción” invitando a la OEA y la ONU a cumplir un rol de facilitadores en este diálogo nacional. Entre los objetivos de la Misión se encuentran: “apoyar, fortalecer y coadyuvar a las instituciones del Estado hondureño encargadas de prevenir, investigar y sancionar actos de corrupción” y “mejorar la coordinación entre las distintas instituciones del Estado que trabajan en esta materia”. Se coordinará bajo la Secretaría de Asuntos Políticos de la OEA (SAP), y se efectivizará desde diferentes entidades del Sistema Interamericano por intermedio de la Secretaría de Asuntos Jurídicos (mediante el MESICIC), la Secretaría de Seguridad Multidimensional y el Centro de Estudios de Justicia de las Américas (CEJA).
La realidad política de ambos países se caracteriza por una trama de poder que la oligarquía empresarial y militar aun concentra y detenta reproduciendo un tipo de política que responde a la defensa de sus propios intereses. Esta praxis política implica el constante debilitamiento de las instituciones que deberían fortalecer una efectiva construcción del orden democrático y una ampliación de la participación popular. Sin embargo, como hemos definido, pareciera tornarse necesaria la intervención de organismos internacionales para dirimir asuntos internos (casos de corrupción) que no sólo estuvieron como primer punto en la agenda nacional, sino que fueron la punta del iceberg para que parte de la población – sobre todo sectores urbanos – comiencen a interpelar a los correspondientes gobiernos volviéndolos, en parte, ilegítimos. Con un alto nivel de conflictividad que se instaló en las calles y “por abajo” consolidando una expresión popular que asumió diferentes características en cada país, pero que consolidaron lo que se podría denominar un grupo de “indignados”. En Honduras, entre las reivindicaciones, se solicitó la creación de una oficina que investigue y que llegue a las últimas consecuencias como en Guatemala: toque a quien le toque. Sin embargo, la tensión está configurada y puede dejarnos al borde de una trampa. Por un lado, la falta de voluntad política de los gobiernos nacionales para generar las condiciones y mecanismos necesarios para disminuir la dependencia de estos organismos internacionales y, por el otro, el alcance e incidencia que estas “intervenciones” asumen, por las que se opera discursivamente para que se transformen en claves vitales para la consolidación de la democracia en estos países de la región. El círculo pareciera ser vicioso profundizando la dependencia. La política se vuelve, entonces, esa capacidad de volver necesario aquello que es parte del problema.