Malestar social urbe y supermercado

La urbe, como hecho colectivo, se plasma en los espacios públicos como deseo ético y estético; el malestar consecuente es un hecho político insoslayable.

La política circula por todos lados. Una persona que no puede pasear a su perro en un parque, alguien que no puede conseguir dinero en un cajero para comprar algo deseado, un tercero que se encuentra con un transporte público deplorable, uno más que quiere comprar un producto extranjero pero se ve impedido por una medida gubernamental. Alguien que tiene el dinero pero no puede consumir por desabastecimiento o por restricción, ya sea del mercado o del Estado, da igual. Algunos temen volver tarde a su casa por la inseguridad. Miedo al otro, a las calles mal iluminadas. Los y las que no quieren transportarse como ganado en un  metro abarrotado de personas. A quienes le molestan las manifestaciones o reclamos colectivos en el espacio público. A quienes les genera esa mezcla de temor y fealdad ver gente que duerme en la calle y que las esquinas estén atestadas de tipos o tipas que limpian el parabrisas del auto. Un transeúnte al que le da asco vivir en la urbe, pero la habita.

En algún momento esas cosas que parecían banales y que los políticos y las políticas colocaban en los últimos renglones de su agenda electoral se volvieron importantes. Tan importantes que condensaron la discursividad de una parte sustancial de la vida cotidiana. Ésta también transita mañanas y noches por una ciudad que, por momentos, se vuelve un flujo de tensiones y de incomodidades.

El espacio urbano como hecho colectivo se plasma en los espacios públicos, como hecho y como deseo ético y estético. La circulación acelerada de personas constata nuevas formas de anonimato entre gente cada vez más igual y más aspiracionalmente distinta, en la  disposición de los cuerpos solitarios en contexto de sobrepoblación, y una profunda incomunicación en medio de una masiva proliferación de redes reales o virtuales.

El mundo de la política, posmodernidad e individuo mediante, ha buscado formas de aliviar algunas dimensiones del mundo urbano. Parte de la acción política de los dirigentes urbanos ha consistido en morigerar esa demanda individual de ciudades o territorios urbanos estetizados. Cabe recordar que, al fin y al cabo, todo ‘urbanita’ no es más que un ser abstracto, con relaciones y contactos superficiales, frente a una metrópoli que se le impone de manera objetiva. La estetización no sólo se vuelve necesaria, sino incluso prioritaria.

La moda, en su frivolidad, es la representación de las tendencias en la cultura, la política o el arte que no sólo ‘fueron introducidas’ sino que constantemente son reproducidas como símbolo de pertenencia. La moda es más que lo considerado bello en un momento dado, es lo cotidiano, pero también el interés humano por el cambio permanente. A medio camino entre el apremio por ser distinto y el deseo de fundirse en el grupo. Se imita a quien el prestigio distancia lo suficiente y, a menudo, las personas y clases más inclinadas a imitar son más dóciles a la hora de obedecer. Sin imitación no hay moda, ni cambio.

La estética –de alguna manera- alivia, busca apaciguar las dificultades que ofrece la ciudad. Desde una perspectiva economicista, muchos políticos y políticas han puesto durante años la mirada sobre la desigualdad. La prioridad era la construcción de un piso común de contenido igualador en desmedro de la estética de sus formas. Pero la posmodernidad y la propia lógica del capitalismo global exigen una distinción estética que construya fronteras. No es un pedido para que el ágora sea embellecida, el ágora es la comunicación visual sintetizada en estética. Poco importa la solidaridad con otro sin rostro, no quiero que el dinero de mis impuestos sea dirigido a un hospital público que nunca voy a usar, prefiero en cambio que mi plaza esté hermosa. Un lugar donde pueda realizar mi distinción.

Hay un nuevo malestar que se está construyendo. Un malestar que parece banal pero puede tener impacto en la política y en las urbes, el cual no es más que la demanda de que el territorio realice mi biografía, mi clase y mi grupo. Hay algo del antiigualitarismo que parece observarse en el reclamo estético y distintivo de ciertos sectores sociales y que puede impactar en la política. Pequeños signos pueden mostrar un futuro o una tendencia leve, plástica o un fenómeno en ciernes.

Los discursos que quieren resituar la mirada en la compasión social o en la reparación comienzan a ser resistidos. La distinción se afirma como derecho a la personalización, la forma más individual de identidad, el derecho a reclamar para sí por el mero hecho de ser un individuo con ciertas capacidades económicas. El otro se vuelve abstracto y depositario  de la propia frustración en la lucha por el status.

En el consumo no sólo existe ese malestar por no acceder a un bien, por no tener el dinero. Existe también ese malestar que se construye por ese objeto al que debo renunciar –por inflación, por restricciones, por desabastecimiento-. Esa renuncia simbólica, esa construcción de lo indispensable, tiene grandes efectos sobre la política. A los pobres, como a las clases medias y ricas, no les interesa la comida, tampoco el whisky, sino aquellos objetos simbólicos que le permiten realizarse en la urbe, frente a los otros.

Las políticas de expansión del mercado interno o el llamado consumismo han permitido explorar en los ciudadanos y las ciudadanas esos objetos simbolizados que se integran al desarrollo de la vida cotidiana y del mundo social. Una alteración económica se percibe como una desestabilización simbólica y, al mismo tiempo, como una carencia. Me falta el objeto y el símbolo.

Los partidos políticos han recalado en el objeto. Pretenden ser más dadores de objetos que de símbolos, regalando la simbolización al mercado. Cuando el mercado ha hecho su trabajo, los ciudadanos y ciudadanas que han articulado su identidad en torno a su consumo son capaces de enfrentar a cualquier gobierno que dispute con el mercado la capacidad de simbolización. Allí hay un espacio para el malestar, la tensión social y simbólica. Los ‘mal consumidos’ –de las diversas clases- son llamados a enfrentarse a la política, por lo que ella les quita, por sospechar que ese intento siempre juega a favor de alguien distinto al individuo.

Urbe y consumo encierran demasiados malestares que la política no debe desestimar. El antiigualitarismo, la distinción radical y la simbolización que hace o disputa el mercado sobre los objetos deben ser observados con preocupación por espacios progresistas y por cualquiera que desee gobernar.

No es de extrañar que las ciudades sean trampolines políticos para la derecha, allí donde el desarrollo local es un oasis gracias a la potencia del contraste. La globalización supone una organización del territorio caracterizada por centros fragmentados e interconectados en íntima relación entre desarrollo humano y urbano. Sin embargo, el territorio conserva la cualidad inmanente de la identidad.

Los reclamos por el transporte urbano, por obtener un espacio verde, por poder adquirir algo que se ha vuelto importante o significativo que no se puede lograr por una restricción cambiaria o política, entre otros, se han vuelto más que derechos a la ciudad y al consumo, derechos individuales. Cada uno y cada una reclama, desde un territorio individual que impacta en la política, que la somete a repensar que hace con los léxicos modernos del bien común, e inclusive religioso, amar al prójimo. ¿Qué hacer con lo universal? ¿La política debe propiciar el gobierno de la voluntad general? ¿Cómo debe administrar la erosión de las políticas universales frente a un individuo que demanda orientar sus esfuerzos sociales y urbanos sobre sí mismo? Es imposible que esto no llegue a la política y que conmocione el mundo democrático.

Esteban De Gori

Dr. en Ciencias Sociales (UBA) (Argentina)

Esteban De Gori es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA), investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-UBA). Se desempeña como docente de grado y posgrado en la Universidad de Buenos…

Bárbara Ester

Licenciada en Sociología (UBA) (Argentina)

Bárbara Ester es licenciada y profesora de Sociología por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Realizó una Diplomatura en Género, Movimiento de Mujeres y Política en la Facultad de Filosofía y Letras. Actualmente cursa la Maestría en Gobierno de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.