La obsesión antiinflacionaria de los economistas choca en forma reiterada con el muro inexpugnable de la inflación. La inflación es un karma para la ciencia económica de los países en desarrollo. Reducirla es un blanco al que intenta darle tanto la derecha como el centro y la izquierda, pero la realidad muestra que la inflación es elusiva y resistente a las políticas que la atacan desde cualquier ángulo. Es hora de dejar de echarle la culpa al muro y apuntar a la obsesión.
Quizás el problema no sea la inflación
¿Por qué en lugar de molestarnos por lo incómodo que resulta vivir con inflación (lo que justifica las políticas de ajuste antiinflacionarias) no pensamos por un momento en lo incómodo que es vivir sin ella? ¿Cómo sería la economía de un país en desarrollo sin inflación?
Hay pocas experiencias de países en desarrollo en los que se haya derrotado la inflación y difícilmente alguien quiera experimentarlas. Un ejemplo es el de Argentina durante la convertibilidad, que concluyó con la crisis más grave de su historia moderna y más de cinco millones de desempleados. La falta de inflación fue para la economía argentina lo que la falta de temperatura puede ser a un ser humano. Otro ejemplo es Ecuador, que logró un nivel de inflación baja a costa de sacrificar su propia moneda y tuvo que asumir todas las dificultades, riesgos y límites para el desarrollo que significa no tener soberanía monetaria.[1] Esta baja inflación es a la economía ecuatoriana algo similar a lo que una amputación a un ser humano, le impide aplicar políticas monetarias. Colombia en la actualidad disfruta de niveles de inflación bajos y de nuevo vemos que esta economía está enferma de bajo crecimiento, extrema desigualdad, pobreza y una altísima informalidad en el mercado de trabajo. Algo similar sucede en Perú.
También es muy relevante la relación que existe entre la baja inflación y el déficit externo. Todos los casos de países con baja inflación experimentan otra enfermedad grave que es la apreciación cambiaria. La revalorización de la moneda doméstica hace que las economías pierdan competitividad, tengan déficits externos persistentes y crezcan las deudas externas, lo que se traduce en pérdida de empleos y crisis económicas de origen cambiario.
Las políticas antiinflacionarias siempre se embanderan tras el objetivo loable de la defensa del poder adquisitivo de los trabajadores. Sin embargo, los trabajadores sufren más por las consecuencias de las políticas antiinflacionarias, como el desempleo, la crisis y la precariedad laboral, que por la inflación en sí. Las encuestas de confianza del consumidor son reveladoras en este sentido, porque muestran que la principal preocupación es la inseguridad laboral. La encuesta Nielsen[2] para Latinoamérica (2016) coloca al trabajo seguro como la principal preocupación y a la inflación como el cuarto problema. Podría argumentarse que esto se debe a que el problema de la inflación es bajo actualmente y, por lo tanto, la inflación sale del radar de preocupaciones y se termina ensalzando el problema del desempleo. Pero no es así. Incluso en momentos de alta inflación como en la Argentina de 2014 (cuando rondaba el 25 % anual), la estabilidad laboral era la principal preocupación de la población (22 %) mientras que la inflación era la cuarta (11 %).[3] Sin duda, también hay encuestas en las que la inflación muestra ser una preocupación mayor que el desempleo, y esto usualmente se debe a que cuando el problema del desempleo es bajo la población resalta el problema de los precios. Si tiene alguna duda sobre cuál de estas preocupaciones pesa más para la población, póngase en el lugar de un trabajador y pregúntese si prefiere tener trabajo y que los precios vayan elevándose, o no tener trabajo y que los precios permanezcan bajos. Rara vez se les informa a los trabajadores que el remedio antiinflacionario es peor que la enfermedad.
Hace mucho ya que la ciencia económica ha observado una regularidad empírica, llamada la curva de Phillips,[4] que muestra que existe una correlación inversa entre empleo e inflación. Es decir, que una caída de la inflación tiene como correlato un aumento del desempleo. Pues bien, la obsesión de la economía con la inflación pone de relieve el contraste que existe entre la ciencia económica, a la que le preocupa más la inflación, y la sociedad, a la que le preocupa más el desempleo. La economía tradicional no parece estar al servicio de las preferencias democráticas de la población.
Sin duda, la inflación es un problema que debe atenderse con cuidado, pero nunca a costa de aplicar recetas recesivas que resultan más perjudiciales para los trabajadores que la inflación. Al igual que el dolor en las articulaciones en los adolescentes, la inflación es un atributo del que no pueden desprenderse los países en desarrollo, como Japón y Corea que tenían registros entre 15 % y 25 % anual cuando eran países en desarrollo. Por ello, esta breve nota pretende desafiar el statu quo acerca de la importancia que la economía tradicional le da al problema de la estabilidad de precios. Es hora de que Latinoamérica asuma el dolor articular de la inflación como una consecuencia inevitable del desarrollo, en lugar de querer extirpar el dolor a costa de nuestro crecimiento.
[1] Aunque si bien la inflación ecuatoriana es baja, sigue teniendo una inflación más alta que la de EE. UU. y, por lo tanto, acumula paso a paso, una pérdida de competitividad que tarde o temprano tendrá graves consecuencias.
[2] http://www.nielsen.com/co/es/insights/reports/2016/Estudio-Global-Confianza-del-Consumidor-Primer-Cuarto-2016.html
[3] http://www.nielsen.com/content/dam/nielsenglobal/ar/docs/CCI_Argentina_Q2%202014.pdf
[4] Phillips, A. W. (1958). The relation between unemployment and the rate of change of money wage rates in the United Kingdom, 1861–1957. economica, 25(100), 283-299.