No hubo sorpresas en Uruguay y tampoco -a decir verdad- nadie las esperaba. Tras el contundente resultado del primer turno, con ese soberbio 47.8% obtenido por el candidato de la coalición gobernante, Tabaré Vázquez, sumado a la abultada distancia respecto a las demás fuerzas, todo pareció definirse allí de manera irreversible, aun cuando la instancia … Seguir leyendo

No hubo sorpresas en Uruguay y tampoco -a decir verdad- nadie las esperaba. Tras el contundente resultado del primer turno, con ese soberbio 47.8% obtenido por el candidato de la coalición gobernante, Tabaré Vázquez, sumado a la abultada distancia respecto a las demás fuerzas, todo pareció definirse allí de manera irreversible, aun cuando la instancia del ballotage resultara imposible de sortear debido a las condiciones impuestas por la Constitución.

De ahí, el tono cansino que primó durante toda la campaña de la segunda vuelta, donde los candidatos, muy lejos del nerviosismo propio de cualquier elección, aparecían resignados uno y otro al triunfo y a la derrota, respectivamente.

Y así fue: una amplia mayoría de uruguayos -la más importante en volumen desde el retorno de la democracia en 1985- se inclinó a favor de un tercer gobierno del Frente Amplio, dando por tierra aquel mito de la “maldición de la gestión” y reconfirmando, al mismo tiempo, que el FA es desde hace más de una década el partido mayoritario y hegemónico en el Uruguay, situación que -tal quedó evidenciado- goza de muy buena salud. Todo un dato para un sistema político que desde su conformación -a inicios del siglo XIX- hasta el 2004, alternó invariablemente la presidencia entre blancos y colorados, clausurando la posibilidad de acceder al poder a cualquier otra fuerza política. La fuerte distancia respecto a su competidor -la más amplia desde que se impuso el ballotage en 1996- ayuda a visualizar el lugar dominante del FA en la arena política charrúa.

Por su parte, consciente desde un inicio de la imposibilidad de su triunfo, el candidato del Partido Nacional, Lacalle Pou, encaró el ballotage tratando de procurarse una derrota lo más digna posible, que no se llevara puestos sus deseos de constituirse como el principal referente opositor. El 41% que obtuvo ayer parece haber dado lugar a sus reducidas expectativas y a partir de ahora, no sin un trabajo fino, podrá constituirse en el mascarón de proa no sólo de su partido sino también del variopinto arco opositor. Mucho más, si se considera la profunda crisis por la que atraviesa la otra fuerza política histórica del país oriental, el Partido Colorado, la cual en el primer turno de octubre obtuvo su segunda peor marca en una competencia presidencial, saliendo tercera en todos los departamentos -excepto uno, en el que obtuvo el segundo lugar-, situación que repercutió en las últimas semanas en una fuerte tensión interna. Una vieja máxima reza que en política no hay muertos, sino heridos graves y heridos leves: sin duda, como nunca antes, la fuerza colorada se encuentra profundamente lesionada y deberá trabajar mucho para recuperar el terreno perdido.

Asimismo, además de la victoria presidencial, con la elección de ayer el oficialismo terminó de confirmar  un tercer período consecutivo de mayorías parlamentarias -en tanto a la mayoría en Diputados obtenida en la primera vuelta le sumó la de Senadores, donde contará con dieciséis bancas incluyendo la del flamante vicepresidente- lo cual permite avizorar un buen margen de gobernabilidad de cara al próximo período. Importante punto, además, si se toma en cuenta que algunos temas en agenda muy sensibles al oficialismo -tal como la acogida de presos de Guantánamo, un postergado proyecto sobre regulación de medios y la habilitación de la producción minera a gran escala, entre otros-, demandarán tratamiento  y respaldo legislativo.

Tal como sucedió en Bolivia y Brasil, los uruguayos volvieron a respaldar mayoritariamente a un gobierno que, como horizonte general, se propuso el engorroso trabajo de reparar las graves secuelas de las décadas neoliberales. Múltiples índices sociales y económicos de los últimos diez años exhiben un exitoso avance respecto a dicho objetivo. Restan, sin embargo, las transformaciones más de tipo estructural. La acumulación política de los últimos años y el reciente respaldo popular indican que es el momento de llevarlas adelante. Antes que la situación internacional o la presión de la oposición, la posibilidad de que ello ocurra se encuentra cifrada en  la manera en que el Frente Amplio resuelva la correlación de fuerzas en su interior.

Agustín Lewit

Lic. en Ciencia Política (UBA) (Argentina)

Biografía disponible próximamente