Primer mes de Bolsonaro, la neutralidad de los privilegiados

La desconexión de Bolsonaro con los problemas reales deja en evidencia que la “neutralidad” del Gobierno esconde su compromiso con la extrema derecha. 

El primero de enero de 2019 tuvo lugar la ceremonia de investidura de Jair Bolsonaro como el 38º presidente de Brasil, país que tiene la mayor población, economía y dimensión territorial de Suramérica. Su coyuntura política atrajo la atención mundial, puesto que las decisiones de sus gobiernos no sólo afectan la vida de la nación sino los rumbos de todo el continente suramericano.

La elección de Bolsonaro en Brasil ilustra el desenlace de un plan orquestado entre las “fuerzas productivas” transnacionales, la judicialización de la política (o politización del Poder Judicial) y el papel de las iglesias neopentecostales en la diseminación del ideario conservador. Dicho plan fue impulsado por los recientes movimientos nacionalistas en otras regiones, representados por el Brexit en el Reino Unido, la crisis migratoria en Europa y la elección de Donald Trump en EE. UU., en tanto la victoria de éste también jugó un papel decisivo de las redes sociales en la definición del proceso electoral de aquél país.

Las transformaciones resultantes de ese contexto tuvieron repercusiones en la histórica crisis económica y político-institucional que se vivió en Brasil a partir de 2013. Las consecuencias de tal crisis condujeron al impeachment de Dilma Rousseff en 2016. Su impacto también repercutió en la explotación mediática y la selectividad del Poder Judicial respecto del juicio y la prisión del expresidente Lula en 2018. Esos acontecimientos allanaron el camino para el ataque constante al proyecto de gobierno social y neodesarrollista representado por el Partido de los Trabajadores (PT) en los últimos 12 años.

Tras una disputa electoral marcada por la falta de debate sobre las propuestas de gobierno, por el fatídico atentado sufrido por el candidato durante la campaña y por la utilización masiva de las redes sociales como un poderoso canal directo con la población -en la cual fue explotada, estratégicamente, la imagen de “hombre simple” y la amplia difusión de noticias falsas por sus simpatizantes-, la llegada de Jair Bolsonaro al Palacio de Planalto (sede del Poder Ejecutivo) representó no sólo un nuevo proyecto de gestión basado en una severa agenda económica neoliberal sino, sobre todo, en una visión de mundo conservadora.

Esa visión de mundo, sociedad y hombre quedó en evidencia durante su discurso de investidura, en el que aspectos sensibles para el pueblo brasileño como el combate a la abismal desigualdad social, el aumento de la pobreza, la mejora de la salud y la educación no fueron prioridades, pero sí el enfrentamiento con lo “políticamente correcto” y la guerra contra el socialismo. Implícitamente, Bolsonaro asumió en su pronunciamiento la puesta en duda de la legitimidad de los derechos de género, raza y de los pobres, que fueron conquistados a duras penas y que consiguieron, en las últimas décadas, alterar la lógica de privilegios restrictivos al patrón social dominante de hombres, heterosexuales, blancos y ricos.

Dentro de ese mismo sesgo apuntó contra los y las docentes de las instituciones educativas como los responsables de “adoctrinar” a niños y adolescentes con “ideologías nefastas que destruyen los valores y las tradiciones de las familias”. Incluso un día antes de su pose, Bolsonaro publicó en su red social que combatir el marxismo era la solución necesaria para mejorar la educación en Brasil, afirmando que “la basura marxista se instaló en las instituciones educativas”.

Su narrativa evidenció, claramente, la continuidad de un debate que tramitó como proyecto de ley en el Congreso y que fue llamado por sus seguidores como movimiento “Escuela Sin Partido”. La polémica propuesta buscaba prohibir que los y las docentes, en el aula, manifestasen posturas políticas/ideológicas y que debatiesen cuestiones vinculadas con el género. A finales de 2018 la propuesta fue archivada por no haber sido aprobada en la comisión especial de la Cámara de los Diputados durante esa legislatura.

El movimiento “Escuela Sin Partido” demuestra una conducta arbitraria de sus ideólogos. Se trata de una propuesta unilateral y enmarcada en una vertiente conservadora, que omite las voces de los implicados directamente en la educación, ignorando así el diálogo democrático e invadiendo la competencia de los actores y la autonomía institucional y, principalmente, cercenando el papel de los y las docentes en su compromiso de garantizar la pluralidad del conocimiento. El trabajo escolar debe objetivar la socialización del conocimiento históricamente acumulado por la humanidad para asegurar la capacidad crítica y emancipatoria para el usufructo de la ciudadanía.

Aunque el proyecto de ley fue archivado, Bolsonaro eligió sus fundamentos como el principal eje discursivo para justificar las prioridades de sus primeros días de gobierno, pues para él es el sesgo ideológico de la izquierda -que impide la devastación del medioambiente y el usufructo exclusivo de los indígenas y quilombolas- lo que precisa ser combatido, para que el desmonte y las reservas de las tierras de esas etnias sean entregadas a los codiciosos representantes del agronegocio. Es necesario, también, combatir la ideología marxista que pregona que el patrimonio nacional no debe ser privatizado y que sea ampliada la protección social por el Estado. Ese panorama demanda un enfrentamiento para permitir que el “neutro” ultraliberalismo entregue nuestras riquezas, que el Estado deje de intervenir frente a los problemas inherentes a la acumulación capitalista y transfiera sus responsabilidades al sector privado.

Además, es esa ideología marxista la que permite el empoderamiento de negros, indios, mujeres y homosexuales. De ese modo, la educación escolar, cuando promueve la comprensión de la realidad histórica, económica y cultural del país, permite que las raíces de los privilegiados queden expuestas. Se trata de un grupo social que siempre buscó naturalizar todas las formas de discriminación, explotación y división de clases. En ese sentido, para el Gobierno de Bolsonaro la ideología de izquierda es la culpable de lo “políticamente correcto” que osó, en los últimos años, alterar el desequilibrio en la balanza de los privilegios mediante la garantía de los derechos sociales. En pro de los intereses de los privilegiados, es necesario combatir la supuesta ideología en las escuelas, criminalizar los movimientos sociales, deslegitimar los partidos de izquierda y descalificar el conocimiento científico.

Sucede que los posicionamientos de combate a la ideología marxista, que fascinó a una significativa porción de sus electores conservadores y fue combustible para sus manifestaciones superficiales, en esas primeras semanas de gobierno ya presentaron sus primeras fisuras. El más notorio ejemplo fue el discurso de apertura del Foro Económico Mundial en Davos, Suiza. En esa oportunidad, el presidente disponía de 45 minutos, pero sólo habló 6. Su pronunciamiento estuvo mucho más alineado con las genéricas publicaciones de sus redes sociales que con los contenidos y formas del estadista de un país que está entre las mayores 10 economías del mundo.

En su discurso, una vez más, volvió a enfatizar que las acciones de su gobierno serán dinamizadas por la inexistencia del sesgo ideológico, y no presentó ninguna propuesta concreta de cómo serán conducidas la economía y la política exterior del país. Ya al final, en la ronda de preguntas, Bolsonaro todavía mencionó que “no queremos una América bolivariana como había antes en Brasil, con otros gobiernos. Quiero dejarles en claro que la izquierda no va a prevalecer en América Latina, lo que es muy positivo para la región y para el mundo”. La supuesta neutralidad ideológica de la narrativa sirve sólo de cortina de humo para que se celebren acuerdos bilaterales que debilitan la integración regional suramericana y fortalezcan la permanencia de la hegemonía geopolítica mundial de EE. UU.

Aún queda por saber hasta cuándo será posible sustentar la cortina de humo de la demonización de la izquierda como principal objetivo de combate del Gobierno Bolsonaro. Al final, la desconexión entre las publicaciones de las redes sociales con lo concreto de los problemas reales puede dejar en evidencia que la “neutralidad” del Gobierno era un “caballo de Troya” que escondía al pueblo brasileño el compromiso con los intereses de la ideología de la extrema derecha.