Para entender la visita a Caracas de Albert Rivera, presidente de Ciudadanos, el partido neoliberal español de nuevo cuño, es necesario contextualizarla en el ciclo de cambio en el que su país se encuentra inmerso desde 2007. La debacle económica que estalló ese año socavó los pilares del régimen bipartidista -Partido Popular y Partido Socialista- que había sido funcional al capitalismo neoliberal por más de tres décadas. El Movimiento de los Indignados, que en mayo de 2011 llenó durante varias semanas las plazas de centenares de miles de personas, especialmente jóvenes, evidenció una crisis de representación que amenaza en convertirse en una crisis del sistema.
La fulgurante aparición de Podemos hizo temblar las estructuras. La joven formación se mostraba especialmente eficaz en las contiendas electorales y ese era, y es, el gran temor del sistema. La disidencia podía tomar las calles pero de ninguna forma se podía permitir que asaltara las instituciones. La creación de Ciudadanos fue una hábil maniobra. Se trataba de una segunda opción neoliberal donde podían ir a parar los votos del electorado conservador enojado por los gravísimos casos de corrupción del PP y que amenazaban con sumarse a la abstención.
Sin embargo, la apuesta se ha demostrado insuficiente, en especial de cara a las elecciones generales del próximo 26 de junio, una auténtica segunda vuelta toda vez que tras los comicios del pasado 20 de diciembre no se alcanzó un pacto para formar Gobierno. Las encuestas sitúan a Podemos, que ha suscrito una alianza con Izquierda Unida y otros partidos progresistas, como segunda fuerza, a la espera de una campaña en la que la formación emergente ha evidenciado moverse con mayor soltura que sus adversarios.
Podemos es el enemigo a batir, no ya por el resto de partidos, sino por el propio sistema. En estos días se intensifican los ataques que ha sufrido desde su aparición y muy especialmente aquellos que se basan en su supuesta vinculación con el chavismo. Pero para que esta estrategia tenga éxito, previamente hay que haber deformado hasta la caricatura a su presunto aliado. Desde hace dos años, la información sobre Venezuela inunda los medios de comunicación. Es una avalancha diaria construida a base de medias verdades, medias mentiras y absolutas falsedades. Semejante potencia mediática ha tejido el relato de todo un pueblo sojuzgado por una dictadura arbitraria, sin dar espacio a voces discordantes o mínimamente equidistantes. El sentido común de que Venezuela es un estado fallido por culpa del chavismo ha permeado hasta en la izquierda.
Por sólo dar un ejemplo, el pasado miércoles el informativo del mediodía de la televisión pública, uno de los más seguidos, abrió con la manifestación de la oposición en Caracas -que tuvo una escasa convocatoria, según se podía comprobar en las imágenes, todas planos medios y cortos pero ninguna toma general para no evidenciar la débil afluencia-, dedicándole tres piezas y dos conexiones en directo. Todo ello a pesar de que España sigue sumida en una profunda crisis económica, de los gravísimos casos de corrupción que carcomen al gobernante Partido Popular o de que hay en ciernes unas elecciones que pueden ser históricas. Nada de esto parece importante para los comisarios políticos que controlan los todopoderosos medios públicos.
Venezuela se ha convertido en un tema más de la campaña electoral que los partidos utilizan para tratar de frenar a Podemos pero también para arañar unos votos. Ese es el auténtico propósito del viaje exprés de Albert Rivera a Caracas. Las encuestas vaticinan una creciente pérdida de apoyo de su formación. Con el viaje a Venezuela, autoerigiéndose en nuevo conquistador, esta vez de los derechos humanos, espera al menos ocupar el momentum informativo durante algunos días y recuperar algo de fuelle de cara a las elecciones.
El joven político neoliberal no se aparta un milímetro del guión previsto. Siempre de la mano de la derecha, su agenda está ocupada en exclusiva por encuentros con los opositores, de quienes asume por completo su discurso de ausencia de libertades, presos de conciencia y régimen dictatorial. Probablemente ha tomado buena nota del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero, quien estuvo la pasada semana en Venezuela y en un gesto que denota mayor sinceridad a la hora de entender lo que ocurre en el país caribeño se reunió con Nicolás Maduro. La oposición fue implacable con él, comenzando por el padre de Leopoldo López quien lo calificó como «amiguete del régimen» y tildó su vista de «puñalada trapera». La derecha no entiende de medias tintas. O conmigo o contra mí.
Por lo tanto, Rivera no se entrevistará con Maduro, un encuentro que debería ser bastante lógico si lo que quisiera fuera hacerse una idea de la situación y después tender puentes de diálogo. Pero tampoco se verá con dirigentes chavistas, periodistas e intelectuales de izquierda, miembros de consejos comunales, movimientos sociales o colectivos campesinos. Y por supuesto no caminará por los barrios de Caracas, donde habitan las mayorías populares, los humildes, sin los cuales es imposible comprender la historia pasada y reciente de Venezuela. En una declaración sorprendente, señaló que había visto los padecimientos del pueblo por la ventanilla del coche, mientras se dirigía a la Asamblea Nacional. Parece un escaso bagaje para quien se postula como embajador de la libertad y los derechos humanos.
Y sobre todo, no recibirá al Comité de Víctimas de las Guarimbas. Rivera asume la falsedad que difunde Lilian Tintori, esposa de Leopoldo López, cuando afirma que los 43 asesinados en la desestabilización callejera que instigó su marido en 2014 eran jóvenes pacíficos reclamando libertad. Tan sólo ocho personas fueron asesinadas por miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. El resto eran policías y soldados, transeúntes abatidos por francotiradores, motoristas degollados por alambres que los manifestantes cruzaban de acera a acera o conductores que trataban de levantar una barricada para pasar con sus vehículos y recibían un disparo salido de la oscuridad…
Nadie se interesa por estas personas. Ninguna institución internacional les abre sus puertas. Ningún mandatario extranjero comparece con ellos ante la prensa. Tampoco lo hará Rivera, a pesar de que a él sí que Venezuela le ha abierto las puertas de su Asamblea Nacional y de la nube de medios de comunicación que le recibieron en el aeropuerto. Lo cual lleva a preguntarse por esa extraña dictadura que es el chavismo que permite comparecer en el parlamento a quien llega para combatirla y le deja que utilice la libertad de expresión para denunciar que no hay libertad de expresión, parafraseando al desaparecido Eduardo Galeano. ¿Sería imaginable algo parecido en la España de Franco, el Chile de Pinochet o la Argentina de Videla?
En el fondo, Albert Rivera se comporta como los antiguos conquistadores. Aquellos llegaban a Latinoamérica en pos del oro y él, como otros que le seguirán, viene en busca de votos. Pero en ambos casos, lo que menos importaba era la gente que vivía en estas tierras. Especialmente los más humildes…